siete cuentos de Pirandello. Cuatro: Nada serio



Nada serio

¿Perazzetti? No. Además, él era un caso muy particular.

Las decía con una seriedad tan absoluta que no parecía él; mirándose las uñas, larguísimas, que cuidaba meticulosamente.

Es cierto que luego, de forma repentina, sin razón aparente... Un pato, exactamente como un pato: estallaba en carcajadas que parecían el graznido de un pato; e chapoteaba en ellas exactamente como un pato. Muchos eran los que hallaban en estas carcajadas la prueba irrefutable de la locura de Perazzetti. Al verlo retorcerse con lágrimas en los ojos, los amigos le preguntaban:

-¿Por qué?

Y él:

-Nada. No se los puedo decir.

Al ver reir a alguien, que no quiere decir por qué, de esa manera, uno queda desconcertado, con cara de tonto uno queda, y una cierta irritación en el cuerpo, que en los denominados "irritables" puede convertirse fácilmente en un malhumor feroz y en deseos de arañar.

No pudiendo arañar, los denominados "irritables" (que, por lo demás, son muchos en la actualidad) si agitaban con rabia y decían de Perazzetti:

-¡Está loco!

Tal vez si Perazzetti les hubiera dicho la razón de su graznido... Pero por lo general no podía. Realmente no podía.

Su imaginación era muy movediza y, para peor, caprichosa: al ver a las personas, si regodeaba despertando en su interior, sin que él lo quisiera, las más extravagantes imágenes y destellos cómicos inexpresables. Le revelaba de golpe tan extrañas y arbitrarias analogías, le representaba contrastes tan cómicos y grotescos que la carcajada brotaba irrefrenable.

¿Cómo comunicarle a los demás el juego instantáneo de aquellas fugaces imágenes impensadas?

Perazzetti sabía muy bien, por experiencia propia, cómo difiere en cada hombre el fondo de su ser de las variadas interpretaciones que cada uno genera espontáneamente o por ficciones inconcientes que obedecen a la necesidad de creernos o hacer creer, por imitación, por necesidad o por conveniencias sociales, que somos distintos de lo que somos.

Sobre este fondo del ser, Perazzetti había llevado adelante estudios detallados. Lo llamaba “el antro de la bestia”. Y de esa forma pretendía referirse a la originaria bestia que hay dentro de cada uno de nosotros, y que ha sido aplacada bajo todos los estratos de conciencia que progresivamente han sido colocados a lo largo de los años.

El hombre, decía Perazzetti, al tocarlo, al hacerle cosquillas en este o en aquel estrato, responde con una inclinación, con sonrisas, estira la mano, dice buen día y buenas tardes, presta quizá cien liras; pero cuidado con ir a escarbar allá abajo, en "el antro de la bestia": sale el diablo, el bribón, el asesino. Aunque también es cierto que, luego de todos estos siglos de civilización, muchos hospedan en su antro una bestia demasiado mortificada: un cerdo, por ejemplo, que cada noche reza el rosario.

En el restaurante, Perazetti estudiaba las impaciencias reprimidas de los comensales. Por fuera, la educación; por dentro, un asno que deseaba su porción de forraje inmediatamente. Se divertía muchísimo imaginando todas las especies de bestias escondidas en los antros de los hombres que conocía: aquél tenía de seguro un hormiguero, aquél otro un puercoespín, éste un pollo, y así sucesivamente.

Pero con frecuencia, las carcajadas de Perazzetti tenían una razón, por así decir, más constante; una que realmente no era aconsejable desparramar por todo el mundo, sino confiar en voz baja al oído de alguien, en caso de ser necesario. Así transmitida, les aseguro que se resolvía en un ruidoso estallido de risa. Se la confió una vez a un amigo de quien deseaba que no lo tomara por loco.

Yo no se las puedo decir en voz alta; puedo apenas indicarla. Intenten ustedes capturarla al vuelo, ya que, dicha en voz alta, correría el riesgo de parecer una tontería. Y no lo es.

Perazzetti no era un hombre vulgar. Declaraba estimar altamente a la humanidad, a todo cuanto ella, a pesar de la bestia originaria, ha sido capaz de hacer. Pero Perazzetti no olvidaba que el hombre, capaz de crear tantas bellezas, es también una bestia que come, y que comiendo se ve constreñido a obedecer todos los días a ciertas necesidades naturales íntimas que no precisamente lo honran.

Si veía a un pobre hombre, o a una pobre mujer, en un acto humilde y sumiso, Perazzetti no pensaba en todo aquello; pero, en cambio, si veía a cierta mujeres que se daban aires de importancia, o a algunos hombres presuntuosos, inflados de altivez, era un desastre: se disparaba dentro suyo la imagen de aquellas íntimas necesidades naturales a las cuales también ellos debían obedecer forzosamente todos los días. Los imaginaba en esa situación y estallaba, sin excepción, en una carcajada.

No había belleza femenina ni nobleza masculina que se salvara de este desastre en la imaginación de Perazzetti. Cuanto más etérea e ideal se presentaba una mujer, cuanto más bien parecido y majestuoso se presentaba un hombre, más intensas eran aquellas imágenes malditas que se despertaban imprevistamente en él.

Bajo estas condiciones, traten ahora de imaginar a Perazzetti enamorado.

Se enamoraba, y cómo, el desgraciado. ¡Con una espantosa facilidad! No pensaba en nada más; apenas enamorado, dejaba de ser él; se convertía en otro, se convertía en el Perazzetti que todos querían. En el Perazzetti que la mujer en cuyos brazos había caido deseaba que fuera, pero también en el que querían sus futuros suegros, sus futuros cuñados y hasta los amigos de la casa de la futura esposa.

Había estado de novio, como mínimo, en veinte oportunidades. Y hacía estallar de la risa describiendo todos los Perazzetti que había sido, uno más imbécil que el otro: el que se pasaba repitiendo lo que decía la suegra, el de las estrellas fijas de la cuñadita, el de las habas del amigo no se quién.

Cuando el calor de la llama que le había provocado ese estado de fusión comenzaba a perder intensidad, recuperaba poco a poco su forma habitual. Tomando conciencia de sí, experimentaba, en un primer momento, estupor y asombro al contemplar la forma que le habían dado, la parte que le habían hecho representar, el estado de imbecilidad al que lo habían reducido. Entonces, al mirar a su novia, a su suegra y a su suegro, regresaban las terribles carcajadas. Debía huir –no había solución de compromiso posible-, debía huir.

Pero el problema era que no querían dejarlo huir. Era un joven excepcional Perazzetti, de posición holgada, simpático: lo que se dice un partido envidiable.

Los dramas atravesados en sus veintitantos noviazgos, en caso de ser narrados por él y compilados en un libro, constituirían una de las más divertidas lecturas de nuestros días. Pero aquello que en los lectores provocaría risas, han sido desgraciadas lágrimas, auténticas lágrimas del pobre Perazzetti. De rabia, de angustia, de desesperación.

Cada vez que le sucedía, se prometía y juraba ya nunca más caer en esa trampa; se proponía elucubrar algún remedio heroico que le impidiera volver a enamorarse. ¡Pero no funcionaba! Al poco tiempo, recaía en el amor, siempre peor que la vez anterior.

Finalmente, un día fue dada la noticia, recibida como la explosión de una bomba, de su casamiento. Su casamiento con nada menos que... En un primer momento, nadie estaba dispuesto a creerlo. Perazzetti había cometido todo tipo de locuras a lo largo de su vida, pero nadie lo creía capaz de llegar al extremo de atarse para toda la vida con una mujer como esa.

¿Atarse? Cuando a uno de los muchos amigos que fueron a visitarlo a su casa, se le escapó esa palabra, Perazzetti estuvo cerca de comérselo.

-¿Atarse? ¿Atarse de qué manera? ¿Atarse por qué? ¡Estúpidos, tontos, imbéciles! ¡Todos! ¿Atarse? ¿Quién dijo eso? ¿Te parezco atado? Ven, entra aquí... Esa es mi cama de siempre, ¿o acaso me equivoco? ¿Te parece una cama matrimonial? ¡Eh, Celestino! ¡Celestino!

Celestino era su viejo sirviente de confianza.

-Dime algo, Celestino, ¿Vengo a dormir aquí todas las noches, solo?

-Sí, señor. Solo.

-¿Todas las noches?

-Todas las noches, señor.

-¿Y dónde como?

-Aquí.

-¿Con quién como?

-Solo.

-¿Tú me haces la comida?

-Sí, señor. Yo le hago la comida.

-¿Soy el mismo Perazzetti de siempre?

-Sí, señor. Siempre el mismo.

Después de ese interrogatorio, y luego de permitir que el sirviente se retirara, Perazzetti abrió lo brazos y dijo:

-Por lo tanto...

-¿Por lo tanto no es cierto? –preguntó el otro.

-¡Sí! ¡Es cierto! ¡Completamente cierto! –respondió Perazzetti. - ¡Me casé con ella! ¡Me casé por Iglesia y por civil! ¿Pero qué tiene que ver eso? ¿Te parece algo serio?

-No, por el contrario, totalmente ridículo.

-¿Y entonces? – dijo Perazzetti-. ¡Fuera de aquí! ¡Se acabó eso de reir a mis espaldas! ¿Ustedes me querían muerto, no es cierto? Con el lazo siempre anudado a la garganta. ¡Suficiente, suficiente, queridos míos! ¡A partir de ahora, soy libre! Era necesario que atravesara esta última tormenta, de la que salí vivo milagrosamente.


La “última tormenta” a la que aludía Perazzetti era su noviazgo con la hija del responsable del departamento del Ministerio de Finanzas, comendador Vico Lammanna; y no exageraba al decir que por milagro había salido vivo de aquella. Le había tocado batirse a duelo de espadas con Lino Lamanna, el hermano de ella; y puesto que Perazzetti era muy amigo de Lino y no tenía nada, absolutamente nada contra él, se había dejado –en gesto generoso- ensartar como un pollo.

En aquella oportunidad parecía –y cualquiera hubiera puesto las manos en el fuego- que el matrimonio de Perazzetti finalmente se concretaría. La señorita Ely Lammanna, educada a la inglesa –como podía deducirse también de su nombre-, sincera, franca, sólida, sin grandes ni rebuscadas sofisticaciones (léase “zapatos a la americana”), había logrado salvarse del habitual desastre que se producía en y por la imaginación de Perazzetti. Alguna que otra carcajada, sí, se le había escapado mirando al suegro comendador, hombre de aires importantes, que le hablaba muchas veces con ese tono espeso y pegajoso…

Pero eso fue todo. Había confiado con gracia a su futura esposa el por qué de las carcajadas. Ella río con él. Superado ese escollo, Perazzetti creyó que aquella era la ocasión de alcanzar finalmente el tranquilo puerto de la boda (por decirlo de algún modo). La suegra era una viejita buena, modesta y taciturna; Lino, el cuñado, parecía hecho especialmente para entrar en relaciones con él.

En efecto, Perazzetti y Lino Lamanna se volvieron inseparables desde el primer día de noviazgo. Se puede decir que, más que con la futura esposa, Perazzetti estaba con su cuñado: excursiones, salida de caza, cabalgatas juntos y juntos en canoa sobre el Tevere.

El pobre Perazzetti podía imaginar cualquier cosa, menos que esta vez el “desastre” proviniese de esa intimidad excesiva con su cuñado, causa de un nuevo disparo de su fantasía tan bromista cuanto morbosa... A partir de cierto momento, Perazzetti comenzó a descubrir semejanzas entre su novia y el hermano de ella.

Fue en Livorno, en los baños a los que concurrió, naturalmente, con Lino.

Perazzetti, que tantas veces había visto a Lino en malla en la sociedad de canotaje del Tevere, vio ahora a la prometida en traje de baño, al notar un rasgo femenino en los muslos de su hermano.

¿Qué sensación tuvo Perazzetti al descubrir esta semejanza? Comenzó a sudar. Un sudor frío que se originaba en los estremecimientos producidos por el hecho de pensar en mantener una intimidad conyugal con Ely Lamanna, tan parecida a su hermano. Un intimidad que se le apareció enseguida como monstruosa, contra natura: se retorcía con cada caricia que ella le hacía, y al sentirse mirado con ojos unas veces incitantes y provocadores y otras lánguidos en la promesa de una voluptuosidad añorada.

Perazzetti podía gritarlas:

-¡Dios mío, por favor! ¡Ya basta! ¡Terminemos con esto! Yo puedo ser muy amigo de Lino porque no tengo que casarme con él; pero no puedo casarme contigo porque no podría dejar de pensar que me estoy casando con tu hermano!

Las torturas que padeció Perazzetti en esta ocasión superaron por mucho a todas las anteriores. Concluyó el día en que recibió aquél golpe de espada que de milagro no lo envío al otro mundo.

Apenas recuperado de la herida, encontró el remedio heroico que clausuraría para siempre el camino del matrimonio.

Dirán ustedes: ¿acaso contrayendo matrimonio se salva uno del matrimonio?

¡Sin dudas! Con Filomena, la mujer del perro. Tomando por esposa a Filomena, pobre tonta a quien se veía todas las tardes en la calle, llevando siempre ciertas varas cargadas de verduras que se sacudían, arrastrada por un perro negro que no la dejaba nunca concluir las breves carcajadas asesinas que le dedicaba a policías, a jovencitos apenas salidos de la infancia y a los soldados, tanta era la prisa que llevaba –maldito perro- para llegar quién sabe dónde, quién sabe a qué alejado rincón oscuro...

Se casó con ella por Iglesia y por Civil. La sacó de la calle, le asignó veinte liras diarias y la mandó lejos, al campo, con su perro.

Los amigos, pueden ustedes imaginar, no lo dejaron en paz durante mucho tiempo. Pero Perazzetti se había tranquilizado ya, y decía las cosas tan seriamente que no parecía él.

-Sí –decía, mirándose las uñas. – Me casé con ella. Pero no es nada serio. Dormir, duermo solo y en casa; comer, como solo y en casa. No la veo, no me molesta... ¿A Ustedes les preocupa el tema del apellido? Sí: le he dado mi apellido. Pero, señores míos ¿qué es un apellido? Nada serio.

En rigor, las cosas serias no existían para Perazzetti. Todo está en la importancia que se les da a las mismas. Una cosa completamente ridícula, si se le da importancia, puede volverse algo muy serio; del mismo modo, la cosa más seria puede convertirse en la más ridícula. ¿Hay algo más serio que la muerte? Y sin embargo hay tantos que no le dan importancia...

Está bien, de acuerdo. Pero ya lo quisieran ver en unos días, le decían los amigos, ¡cuán arrepentido estaría!

-¡Qué inteligentes! – respondía irónicamente Perazzetti. -¡Por supuesto que me arrepentiré! Ya comienzo a estar arrepentido...

Frente a esta afirmación, los amigos desataban el escándalo:

-¿Te das cuenta? ¡Tenemos razón!

-Imbéciles, - replicaba Perazzetti- justo cuando me arrepienta realmente, experimentaré los beneficios de mi remedio, porque el arrepentimiento significará que me habré enamorado nuevamente al punto tal de querer cometer la más grande de las bestialidades: casarme.

Coro:

-¡Pero si ya te casaste!

Perazzetti:

-¿Lo dicen por aquella? ¡Por favor! Aquella no es nada serio.

Perazzetti había contraído matrimonio para protegerse del peligro de casarse.