Otro uso de la historia: la disociación sistemática de nuestra identidad. Porque esta identidad, bien débil por otra parte, que intentamos asegurar y ensamblar bajo una máscara, no es más que una parodia: el plural la habita, numerosas almas se pelean en ella; los sistemas se entrecruzan y se dominan unos a los otros. Cuando se ha estudiado la historia, uno se siente “feliz” por oposición a los metafísicos, de abrigar en sí no un alma inmortal, sino muchas almas mortales. Y en cada una de estas almas, la historia no descubrirá una identidad olvidada, siempre presta a nacer de nuevo, sino un complejo sistema de elementos múltiples a su vez, distintos, no dominados por ningún poder de síntesis: “es un signo de cultura superior mantener en plena conciencia ciertas fases de la evolución que los hombres ínfimos atraviesan sin pensar en ello. El primer resultado es que comprendemos a nuestros semejantes como sistemas enteramente determinados y como representantes de culturas diferentes, es decir como necesarios y como modificables. Y de rechazo: que en nuestra propia evolución,
somos capaces de separar trozos y de considerarlos separadamente”. La historia, genealógicamente dirigida, no tiene como finalidad reconstruir las raíces de nuestra identidad, sino por el contrario encarnizarse en disiparlas; no busca reconstruir el centro único del que provenimos, esa primera patria donde los metafísicos nos prometen que volveremos; intenta hacer aparecer todas las discontinuidades que nos atraviesan.