siete cuentos de Pirandello. Tres: La carretilla


Cuando hay alguien cerca, nunca la miro, pero siento cómo me mira ella; me mira, me mira sin sacarme ni un momento los ojos de encima.

Quisiera hacerle entender, mirándola a los ojos, que no es nada. Decirle que se quede tranquila, que no podía permitirme frente a otros este breve acto que para ella no tiene importancia alguna y que para mí lo es todo.

Lo cumplo cada día en el momento oportuno, bajo la máxima reserva, con la alegría inmensa de saborear, temblando, la voluptuosidad de una divina, conciente locura, que por un instante me libera y me venga de todo. Tengo que asegurarme (y dicha seguridad me parece que sólo con ella puedo conquistarla) que este acto no sea descubierto. Caso contrario, el daño que acarrearía, y no solamente a mí, sería incalculable. Constituiría mi final. Tal vez me atraparían, me atarían y me arrastrarían, aterrados, hasta el manicomio. El terror del cual todos serían presos, en caso de descubrirme, es el que ahora mismo leo en los ojos de mi víctima.



Me han sido confiados la vida, el honor, la libertad y los bienes de innumerables personas. Gente que me asedia de la mañana a la noche, tratando de utilizar mis servicios, de obtener mi consejo, de lograr mi asistencia. Otros deberes importantísimos, públicos y privados, me competen: tengo esposa e hijos; y, siendo que con frecuencia no saben comportarse, tienen la necesidad de ser sujetados continuamente a mi autoridad severa y de tomarme como ejemplo por mi obediencia inflexible e irreprochable a todas mis obligaciones, una más seria que la otra. Marido, padre, ciudadano, profesor de derecho, abogado. Así las cosas: ¡qué terrible seria que mi secreto se descubriera!

Mi víctima no puede hablar, es cierto. Pero aún así, desde hace algunos días ya no me siento seguro. Estoy consternado e inquieto porque, si es cierto que no puede hablar, me mira, me mira de una manera tal que en sus ojos se ve claramente el terror. Y temo que alguno pueda notarlo, e intentar buscar su causa.

Sería, repito, mi final. El valor del acto que llevo a cabo sólo puede ser estimado con precisión por aquellos a los que la vida se les ha revelado como se ha revelado a mí. Contarlo y que se comprenda no es tarea fácil. Lo intentaré.



Quince días atrás, regresaba de Perugia, donde me había dirigido por asuntos de mi profesión. Una de mis obligaciones fundamentales es la de no prestar atención al cansancio que me oprime, efecto del peso enorme de todos los deberes que me he, y me han, impuesto. No tengo derecho a ceder en lo más mínimo a la necesidad de distracción que mi mente fatigada reclama cada tanto. La única que me concedo, cuando una tarea logra llevarme al cansancio, es pasar a otra. Por ello, había traído conmigo la cartera de cuero con algunas cartas nuevas para estudiar durante el viaje en tren. A la primer dificultad en la lectura, había alzado la vista hacia la ventanilla del tren. Miraba hacia fuera, pero no veía nada, absorto en aquella dificultad. En realidad, no podría decir que no veía nada. Los ojos veían; veían y tal vez gozaban por su cuenta de la gracia y la suavidad de la campaña de la Umbría. Pero yo no prestaba atención a lo que los ojos veían.

Lentamente, la concentración que le dedicaba a pensar la dificultad comenzó a disiparse; sin embargo, no por ello percibí más atentamente el espectáculo de la campaña desfilando ante mis ojos, límpido, leve, tranquilizante. No pensaba en lo que veía ni en ninguna otra cosa. Por un tiempo incalculable no pensé en nada. Quedé como flotando en una suspensión tan vaga y extraña como clara y placentera. Aireada. Mi espíritu se había casi despegado de los sentidos, infinitamente alejado de ellos, advirtiendo apenas, quién sabe cómo, con un deleite que parecía no pertenecerle, el murmullo de una vida distinta. De una vida que no era suya, pero que podría haberla sido; no ahora ni aquí, sino en aquella infinita lejanía. Una vida remota, que quizá había sido suya pero no sabía cuándo ni cómo, y que le traía ahora el recuerdo no de actos, no de aspectos, sino de deseos desvanecidos antes de surgir. Todo envuelto en la tristeza de no ser, angustiante, vana y dura; como la de las flores muertas antes de florecer. En definitiva, el murmullo de una vida a ser vivida allá lejos, lejos, desde donde hacía señas con latidos y parpadeo de luces. Una vida que no había nacido, en la cual el espíritu se había encontrado finalmente a sí mismo, incluso para sufrir, pero por sufrimientos verdaderamente suyos.



Los ojos se me fueron cerrando lentamente, casi sin darme cuenta. Y tal vez continué, mientras dormía, el sueño de aquella vida que no había nacido. Digo tal vez, porque cuando me desperté, poco antes de llegar a mi destino, entumecido y con un gusto amargo en la boca agria y árida, me descubrí muy distinto: con una sensación de atroz escándalo respecto a la vida, en un tétrico, plúmbeo atontamiento en el cual los rasgos de las cosas más comunes se me aparecieron como vacíos de sentido pero, a la vez, dueños de una pesadez cruel, insoportable.

En ese estado llegué a la estación, subí a mi auto –que me esperaba en la entrada de la terminal- y me dirigí a casa. Y bien, fue en la sala de mi casa, en el rellano, frente a la puerta donde sucedió. Vi, de repente, frente a esa puerta oscura color bronce, junto a la cual está la placa ovalada de latón donde han inscripto mi nombre, mis títulos y mis atributos científicos y profesionales, vi, repito, como desde lejos, a mí mismo y a mi vida. Pero no me reconocí ni la reconocí. Tuve la horrible certeza de que ese hombre que estaba delante de aquella puerta, con la cartera de cuero bajo el brazo y que habitaba en esa casa no era yo. Ese hombre no era yo. Comprendí, de pronto, haber permanecido siempre como ausente de aquella casa, de la vida de aquel hombre y no sólo de aquella vida, sino de cualquier otra. Yo no había vivido, no había estado nunca en la vida; quiero decir, en una vida que pudiera reconocer como mía, deseada y experimentada como mía. Hasta mi cuerpo, mi apariencia, tal como ahora mismo se me presentaba, arreglada de ese modo, con esos trajes, me resultó extraña. Como si otro me la hubiera impuesto, para que me moviera en un vida que no era mía, para hacerme cumplir actos de presencia en una vida de la cual había estado siempre ausente. Imprevistamente, mi espíritu descubría que jamás se había hallado ¡Jamás, jamás!

¿Quién había hecho a ese hombre que hacia las veces de mí?

¿Quién había querido que así fuera?

¿Quién lo vestía y calzaba de ese modo?

¿Quién lo hacía mover y hablar con esas maneras?

¿Quién le había impuesto todas esas obligaciones, una más pesada que la otra?

Comendador, profesor, abogado, ese hombre que todos buscaban, que todos respetaban y admiraban, del cual todos deseaban sus servicios, su consejo, su ayuda, Ese hombre que todos se disputaban sin descanso, sin dejarle un momento de tranquilidad ¿era yo? ¿Yo, realmente? ¡A quién se le ocurre! ¿Qué podían importarme todas los asuntos que inundaban a ese hombre, de la mañana a la noche; todo el respeto y la consideración de que gozaba? ¿Qué podía importarme que fuera comendador, profesor, abogado; que fuera rico y estuviera repleto de honores derivados del preciso, escrupuloso, cumplimiento de todas sus obligaciones y del ejercicio de su profesión?



Además, detrás de aquella puerta junto a la cual estaba la placa de latón con mi nombre, había una mujer y cuatro niños que todos los días, con un fastidio que era también el mío pero que ellos no toleraban, debían soportar a ese hombre insufrible que era yo, al que ahora mismo veía como a un extraño, un enemigo.

¿”Mi” mujer? ¿”Mis” hijos? Pero si yo no había sido nunca yo, si realmente no era yo (y lo sentía con horrible certeza) ese hombre insufrible parado frente a la puerta: ¿de quién era esposa esa mujer? ¿de quién eran hijos esos cuatro niños? ¡Míos no, de seguro! Eran de ese hombre al cual si en ese momento mi espíritu hubiera tenido un cuerpo, su cuerpo verdadero, su auténtica apariencia, lo habría aferrado o agarrado a las patadas o desgarrado, lo hubiera destruido, junto con todas aquellas obligaciones, aquellos deberes y aquellos honores -el respeto y la riqueza. Hasta la mujer, sí, tal vez también hubiera destruido a la mujer...

Pero ¿y los niños? Llevé mis manos a las sienes y apreté con fuerza. No los sentía míos. Pero a través de un sentimiento extraño, penoso, angustiante hacia ellos tal como eran más allá de mí, los veía necesitar de mí, de mi consejo, de mis cuidados, de mi trabajo. Valiéndome de ese sentimiento, y con la sensación de atroz escándalo con la que me había despertado en el tren, sentí cómo volvía a ser aquel hombre insufrible delante de la puerta. Extraje del bolsillo el llavero, abrí la puerta y reingresé en aquella casa y en mi vida.

En eso consiste, desde entonces, mi tragedia. Digo mía, ¡quién sabe de cuántos más!



Quien vive, mientras vive, no se ve: vive... Si uno puede ver la propia vida es signo de que no la vive más: la sufre, la arrastra. Como a una cosa muerta, la arrastra. Porque cualquier forma es una muerte. Pocos lo comprenden; la mayoría, casi todos, luchan, se afanan por lograr un estado, por alcanzar una forma. Una vez alcanzada, creen haber conquistado su propia vida. En realidad, están comenzando a morir. No lo saben, porque no se ven; porque ya no logran despegarse de la forma moribunda que han alcanzado. No se saben muertos y se creen vivos. Sólo se conoce quien logra ver la forma que se ha dado y que los otros le han dado: la fortuna, la casualidad, la condiciones en que ha nacido. Pero si podemos ver esa forma, es signo de que nuestra vida ya no es esa: si lo fuera, no la veríamos, la viviríamos sin verla y moriríamos diariamente en ella, que es ya en sí una muerte, sin llegar a conocerla. Podemos, por lo tanto, ver y conocer solamente lo que de nosotros está muerto. Conocerse es morir.

Mi caso es todavía peor. No veo lo que de mí está muerto: veo que nunca estuve vivo. Veo la forma que los otros, no yo, me han dado, y siento que bajo esta forma, mi vida -una vida verdadera- no ha existido jamás. Me han tomado como material en bruto: han agarrado un cerebro, un alma, músculos, nervios, carne, han mezclado todo, dándole la forma que deseaban para que cumpliera ciertas tareas, para que llevase a cabo determinados actos y obedeciera órdenes. Y yo me busco allí, pero no me encuentro. Entonces grito, mi alma grita, atrapada en esta forma que nunca ha sido mía: ¿Cómo es posible? ¿Yo esto? ¿Yo así? ¿Cómo es posible? Y siento nauseas, horror y odio por esto que no soy, que nunca he sido; por esta forma muerta de la que no me puedo liberar. Forma cargada de deberes que no siento míos, oprimida por tareas que no me interesan en lo más mínimo, signada por una consideración con la cual no sé qué hacer; forma que es estos deberes, estas tareas, esta consideración; exterior a mi, por encima mío. Cosas vacías, muertas, que me pesan, me sofocan, me aplastan y ya no me dejan respirar.

¿Liberarme? Lo hecho, hecho está. Nadie puede cambiarlo. Nadie pueda hacer que la muerte no exista, cuando ya nos tiene atrapados. Cuando has obrado, sea como sea, aun sin reconocerte luego en los actos llevados a cabo, lo que has hecho permanece, como si fuera una prisión para ti. Cual si fueran tuercas o tentáculos, así te envuelven las consecuencias de tus acciones. Y el aire a tu alrededor se espesa, se vuelve irrespirable a causa de la responsabilidad que aquellas acciones y sus consecuencias, no deseadas o imprevistas, te imponen. ¿Cómo liberarse de eso? ¿Cómo podría, aprisionado en esta forma de vida no mía sino que me representa tal cual aparezco a los demás, y por la cual me conocen, me respetan y me quieren, acoger y movilizar una vida diferente, verdaderamente mía?

¿Una vida que percibo muerta, pero que debe subsistir por lo otros, por todos aquellos que han colaborado en erigirla y que no quieren que sea de otra manera? Debe ser esta, seguramente. Resulta útil a mi esposa, a mis hijos, a la sociedad, es decir, a los señores estudiantes universitarios de la Facultad de Derecho, a los señores clientes que me han confiado sus vidas, sus honor, su libertad, sus bienes. Es útil bajo este modo, y no puedo cambiarla, no puedo echarla a patadas.



Pero si puedo rebelarme, vengarme por un instante a través del acto que cumplo cada día, sin que nadie me vea, aguardando con ansiedad y circunspección el momento oportuno.

Tengo en casa, desde hace once años, una perra. Blanca y negra, gorda, petisa y con los ojos ya empañados por la vejez. Nunca habíamos tenido buenas relaciones. Quizá en otros tiempos, ella no aprobaba mi profesión, que exigía un silencio permanente en casa. Pero con el tiempo, y el avance de su edad, poco a poco fue aceptándola. Al punto tal que, para huir de la caprichosa tiranía de los niños, que querían seguir jugueteando con ella en el jardín, había tomado la costumbre de refugiarse aquí, en mi estudio, de la mañana a la noche. Se echaba a dormir sobre la alfombra, con el hocico puntiagudo entre las patas. Entre tantas cartas y tantos libros se sentía protegida. Cada tanto abría un ojo para mirarme, como diciéndome: “Sigue así, querido: trabaja, no te muevas de ahí, porque es seguro que, mientras estés allí, nadie entrará a disturbar mi sueño”. Así pensaba, sin dudas, la pobre bestia. La tentación de efectuar sobre ella mi venganza se me presentó quince días atrás, de improviso, al verme mirado de esa manera.

No le hago daño; no le hago nada.

Apenas puedo, cuando un cliente me deja un momento libre, me alzo con cautela, lentamente, de mi silla. No quiero que nadie note que mi temida y envidiada sabiduría, mis cualidades formidables como profesor de derecho y como abogado, mi austera dignidad de marido y de padre, han abandonado por un momento mi solemne asiento. Luego, en puntas de pie, me asomo a espiar que nadie venga por el pasillo. Pongo llave a la puerta, por un momento tan sólo. Mis ojos brillan de la alegría, mis manos bailan por el exceso que estoy a punto de concederme: enloquecer, por un instante, salir un momento de la prisión de esta forma muerta; destruir, aniquilar, burlonamente, esta sabiduría, esta dignidad aplastante que me sofoca.

Corro hacia ella, hacia la perrita que duerme sobre la alfombra. Despacio, con gracia, le agarro sus patitas traseras y le hago hacer la carretilla: la hago caminar ocho o diez pasos, no más, con las patitas delanteras, sosteniéndole las traseras. Eso es todo. Voy corriendo a abrir la puerta, con suavidad, evitando cualquier crujido, y vuelvo a sentarme en mi silla, listo para recibir al próximo cliente, con la austera dignidad de antes, cargado como un cañón con mi sabiduría formidable.

Pero, desde hace quince días, por la forma en que me mira con esos ojos empañados, desorbitados por el miedo, la bestia parece exhausta. Querría hacerle entender –repito- que no es nada, que se quede tranquila, que no me mire de ese modo.

Comprende, la bestia, lo terrible del acto que llevo a cabo.

No sería nada si, como chiste, se lo hiciese uno mis hijos. Pero sabe que yo no puedo hacer chistes. No puede asumir que yo haga chistes, aunque duren un momento. Y no deja de mirarme, aterrada.