Parábola de la lata


Parábola de la lata

La empresa es un universo en el que se desarrollan múltiples tareas simultáneamente. Tener una noción global del funcionamiento permite contar con elementos que podrían resultar útiles a la hora de tomar decisiones:


1.DESCRIPCIÓN DE LA PLANTA:

1.1 CAPACIDAD DE PRODUCCIÓN.

Tomates procesados: 3.3 toneladas/24 horas.

Toneladas de tomate concentrado: 1 tonelada/48 horas.

1.2 MATERIAS PRIMAS.

Tomates.

Sal.

Saborizantes.

Conservantes.

Acidulante.

Antioxidante.


1.3 NECESIDAD ACTUAL DE MANO DE OBRA, SEGÚN LAS FUNCIONES A DESARROLLAR:

Carga y descarga de tomates y transporte interno (15)

Limpieza y clasificación (30)

Precalentado (3)

Extracción y refinación (4)

Control de evaporación (3)

Colocación de latas vacías (4)

Control del rellenado (3)

Suturado (2)

Refrigerado (4)

Etiquetado (6)

Cargado en paletas (6)


1.4 MAQUINARIAS Y EQUIPOS.

Descargadores (3)

Horca elevadora (1)

Tanques de lavado (2)

Mesa clasificadora con elevador (1)

Cortador o tajador (1)

Conducto precalentador(1)

Cinta transportadora (1)

Refinadora (1)

Tanque colector para el jugo refinado (1)

Evaporador continuo (1)

Tanque colector de pasta (1)

Esterilizador de pasta (1)

Rellenador (1)

Suturador (1)

Refrigerador continuo (1)

Torre de enfriamiento (2)

Caldero (1)

Generador (1)

Aspiradora (1)

Red intranet (10 equipos)



1.5 CONSUMOS PROMEDIO DE LA PLANTA.

Vapor: 7,500 Kg / hora (10 Kg / cm2)

Potencia: 185 Kw.

Agua: 2,000 KL / 24 horas.



2.DESCRIPCIÓN DEL PROCESO.

Los tomates son empaquetados en bolsas de plástico y enviados a la fábrica desde nuestras plantaciones en Lavino, distante a 50 kilómetros por la autopista AO-23.

Una vez arribados se descargan con grúas y vienen depositados en pequeños containers motorizados. Después de recorrer cien metros se llega a los tanques de lavado. Allí son enjuagados con rociadores giratorios para quitarles los residuos y la tierra.

Luego, son transportados hacia la mesa clasificadora donde los de buena calidad son separados de los podridos. Los elegidos serán trozados inmediatamente por una cortadora en cuadrícula.

Enseguida pasan por un conducto de aire caliente que los ablanda, permitiendo que una aspiradora separe con facilidad las pulpas de las cáscaras. Las cáscaras son almacenadas a temperatura ambiente en containers cerrados que las transportan a nuestras plantaciones donde son utilizadas como abono. Las pulpas desembocan en bandejas rectangulares transportadas sobre una cinta. Las bandejas depositan su carga en el embudo de licuefacción, donde un molinillo gira a gran velocidad, licuando completamente los tomates. El líquido es colado por un inmenso colador con orificios de tres milímetros, ayudado por un prensa: así se logra impedir el paso de la mayor parte de los restos sólidos aún existentes (especialmente, las semillas).

Ese jugo de alta calidad es el que viene utilizado en la producción de tomate concentrado.

La pulpa es concentrada instantáneamente por un deshidratador continuo; luego, sal, antioxidantes, acidulantes, conservadores y saborizantes son añadidos a la mezcla. El resultado, una sustancia de consistencia arenosa e intenso color rojo, es recolectado en el tanque para pasta.

Más tarde, la pasta es descargada en el equipo HTST para su pasteurización. Finalmente, es colocada en recipientes que vienen a continuación sellados y refrigerados para evitar daños en el producto o un posible deterioro cualitativo debido a los cambios de temperatura. El final del proceso consiste en la colocación manual de las etiquetas.

Dichos recipientes son transportados a la zona de carga y descarga de camiones. La distribución nacional e internacional se ha confiado a diversas empresas transportadoras.



A Oscar le pareció muy extraño no ver autos en la ruta un día de semana. En la ultima media hora apenas se había cruzado con cinco. Dos lo habían sobrepasado, los otros tres viajaban en dirección contraria. Le pareció extraño pero agradable. Se sintió una especie de superviviente.

La lluvia lo había obligado a cerrar las ventanillas herméticamente. Había encendido el aire acondicionado. Los rumores monótonos se entretejían, meciéndolo, dándole a la situación un aspecto irreal, de otro tiempo, un tiempo ilocalizable, una canción de cuna hecha a base a rumores mecánicos casi orgánicos, sin palabras. El cuenta-kilómetros marcaba 110.

Tuvo la intención de encender la radio. Un puro hábito, una práctica que ya no requería ser evaluada: si ese aparato estaba allí era para ser usado. Segunda ley del manual de supervivencia caminonera. (La primera es la disponibilidad permanente del equipo de mate). Fue la intención la que no sobrevivió: la radio no obedecía. Presionó el botón de encendido dos, tres, cuatro veces. Cada vez con más fuerza, sin lograr el resultado esperado. Protestó con una onomatopeya mitad lingüística mitad orgánica.

Se tendría que conformar con el sonido ambiente.

El cuenta-kilómetros marcaba 120.

Se recostó contra el asiento y pegó las rodillas contra el volante. Con la mano derecha, se acarició la nuca. Por el espejo poblado de gotitas pudo ver que un auto comenzaba a sobrepasarlo. Miró el reloj digital adherido al panel, junto al cenicero: las 14.56, en rojo. Lo esperaban a las 15.30, estaba en tiempo. Las tardanzas lo ponían muy nervioso. No porque fuera un cultivador de la puntualidad, ni siquiera de la responsabilidad frente a terceros, mucho menos si esos terceros eran sus jefes. Era, ni más ni menos, que un buen cuidador de apariencias, orfebre del simulacro. Así había sobrevivido a muchas complicaciones laborales; así había esquivado, con estilo, más de una amenaza de despido. Llegar tarde era traicionar su apariencia, era exponerse a que alguno (y de esos algunos está plagado el mundo y con particular intensidad el mundo laboral) le hinchara las bolas. Con o sin fundamento, lo mismo daba. Por eso había elegido ser camionera. Por eso había elegido moverse moviendo un mastodonte de varias toneladas, solo, lejos de todos.


Por todo esto, el día que le notificaron la instalación del dispositivo de vigilancia satelital –seguimiento del vehículo, gps, y conexión telefónica en cualquier momento en cualquier lugar- no podía creerlo. Se reducía violentamente el campo de autonomía de las apariencias. Aunque sabía desde hacia tiempo de la inminencia del cambio, no tenia como reaccionar, no tenía como defenderse.¡Como iba a hacer para mentirle a un puto satélite! Salvo abandonar la empresa, todo lo demás, todo lo que pudiera hacer adentro, era como intentar oponerse a la salida del sol cada mañana.

El motivo público de la instalación de esa estructura de seguridad había sido el robo sufrido, con poco tiempo entre uno y otro, por dos compañeros.

Uno de ellos había sido golpeado hasta desvanecerse.

Un automovilista había visto que el camión detenido ocupaba media calzada. Desaceleró mientras lo sobrepasaba. Le llamó la atención el hilo rojo que bajaba por la pintura blanca de la carrocería, debajo de la puerta del conductor. El auto iba lo suficientemente despacio para darse cuenta que eso era sangre, que goteaba generosa, manchando la escalerita de metal. El tipo tuvo miedo y ganas de escapar. Pero frenó el auto justo delante del camión. Bajó, miró hacia la cabina. No vio a nadie. “Estará meando o durmiendo”, pensó mientras miraba alrededor. Recordó las gotitas de sangre y entendió lo que había entendido cuando frenó, y que por un momento quiso dejar de entender. Y lo peor de todo es que sabía perfectamente que quería dejar de entenderlo. Esa simulación no tenia futuro.

Llegó a la puerta del conductor. El rojo de la sangre era casi marrón. Brillante, espeso.

Apoyó el pie izquierdo en el primer escalón de la escalerita de metal y con un casi-saltito, un estiramiento, alcanzó el picaporte con la mano derecha. Aprovechando ese mismo impulso comenzó a abrir la puerta.

Se dispuso a ver. Y vio.

Vio un hombre echado sobre los asientos, boca abajo, la cabeza apoyada en el asiento del conductor y las piernas en el del acompañante, el cuello empapado de sangre; en el piso el charco rojo se agrandaba gota a gota, casi imperceptiblemente. Todavía tenia una barra de hierro en la mano derecha. La cabina parecía haber sido el epicentro de un terremoto. ¿Qué batalla se habría librado ahí? Una bien picante, pensó el tipo. ¿Por qué? ¿Contra quién? Aterrado, corrió la cortinita que separa la cama del resto del habitáculo, esperando encontrar allí al quién de la cuestión, como en una película de suspenso obvia. No había nadie. Por suerte, el cine a veces se equivoca. Más tranquilo, se ocupó del herido. Lo llamaba a los gritos pero sin moverlo (como reza el General Intellect de los primeros auxilios). Buscó agua y encontró una botella de vino tapada y una de aguardiente por la mitad. Sacó un pañuelo, lo empapó y lo arrimó a la nariz del camionero. Nada.

Tomó un trago, no para darse ánimo sino porque le dieron ganas.

Se quedó mirando al tipo inconciente mientras se apretaba los labios inferiores con el pulgar y el índice de la mano derecha y con los dientes superiores. Sintió que lo único que podía hacer, lo único que realmente tenía que hacer, que podía tener aspiraciones de utilidad, era buscar ayuda. Se sintió solo. Un inútil con buenas intenciones. Un tipo que miraba como otro se moría (o eso creía) y que no podía más que pasarle un poco de bebida blanca por la nariz.


Oscar había escuchado la historia narrada por el propio automovilista. En el hospital, durante un horario de visita. El hombre tenía la voz apagada, hablaba mirando el piso, jugando con las manos (o quizá eran las manos las que jugaban con él). Frente a ellos dos estaban la esposa del compañero y un directivo medio de la empresa, vestido de domingo.

Viajar a través de todo el territorio nacional le había dado una imagen bastante precisa, al menos así lo creía, de eso que llaman "situación del país". Es decir, la situación material de sus pobladores. Había visto de todo: cascos de estancia hiperequipados, rodeados de autos importados cero kilómetros, tractores que apenas si requerían trabajadores; villas miseria donde la gente caminaba diez cuadras para conseguir agua potable; barrios privados donde vivían chicos que llevaban más de dos años sin salir de ahí; había comido asados en comisarías donde festejaban –siempre con las precauciones del caso- el éxito de un secuestro o la llegada de un cargamento de cocaína; había comido asados con piqueteros, aprovechando el corte de ruta para conocerlos; había levantado mochileros de todo tipo, había cogido con putas de todo tipo (una vez una se ofreció a chupársela por un peso: le dijo que no, que nadie le chupaba la pija por menos de cien pesos. La mina sonrió y su risa fue el pasaje hacia los dos mejores polvos de su vida, hasta el momento); había descargado todo tipo de cosas en todo tipo de sitios. (Pero no era de contar historias, no le gustaban las anécdotas. No le gustaba que los demás lo confundieran con sus anécdotas. Prefería tenerlas para sí, como un manojo de experiencias al que recurrir si era necesario, pero no para ostentarlas sino para vivir y sobrevivir.)

“Este país es una mezcla de Zimbawe y Suiza. De un lado de la medianera hay quien gana cinco mil pesos mientras del otro lado alguien come naranjas podridas recolectadas de la basura del que gana cinco mil”, decía Por ello los robos le parecían inevitables. Lo que no lograba entender era el ensañamiento. Le resultaba muy complicado pensar que alguien entrara en la casa de una vieja de noventa años y la matara a martillazos. ¿Cómo debía ser un ser humano para hacer algo así? ¿Cómo es posible que alguien te acribille a balazos por una campera o una billetera?

A lo mejor, cuando estás tan hasta las bolas, tan jugado, los demás ya no son otra cosa que amenazas u obstáculos”, pensó, mientras recorría con la mirada al directivo medio, vestido de jogging y con las manos cruzadas detrás de la espalda. En ese momento recordó la historia que su mujer le había contado tiempo atrás por teléfono: un vecino (Miguel Andrade, que trabajaba como administrativo en una librería del centro y por la noche daba cursos de italiano para viajeros y principiantes) había matado a su ex mujer a balazos, después de haber tenido una charla en la que ella le informó su decisión de irse a vivir a España, sola. ¿Cómo era posible eso? No era la plata el problema, no era sólo la desesperación económica la que llevaba a hacer cosas tan atroces. Había algo más, ¿qué clase de amor era capaz de asesinar? Lo imaginó como una nube de tormenta que recorría el mundo y cada tanto se filtraba en una casa (casi exactamente la imagen cinematográfica de las siete pestes bíblicas). Imaginó un hombre sentado frente a una mesa de madera, tomándose la cabeza con la dos manos, con los ojos cerrados: luego se alza violentamente y sin demora sale de la casa.

El pasillo del hospital recibía la luz del sol de lleno, volviéndose un ambiente hiperluminoso, que encandilaba por momentos. El automovilista había ido a hablar por teléfono. La mujer del compañero y Oscar no se levantaron para saludar al directivo medio. Lo vieron irse, moviendo el culo torpemente debajo del jogging gris, que iba a morir sobre unas Nike blancas.


-Ahora sí están, ahora que saben que les va a salir guita vienen, se preocupan.

-Tranquilo, tranquilo. vino porque quería saber cómo estaba Carlos. No lo mandó nadie, no preguntó nada que no tuviera que ver con Carlos.

-No seas ilusa Sofi, esos muchachos no hacen nada de nada por los demás. Son expertos en cuidarse el culo, nada más. Si preguntó por la salud de tu marido es para ver que estrategia arman con la aseguradora y los abogados.

- ¿Te parece?

- Desgraciadamente si, estoy casi seguro.

- ¿Se puede ser tan hijo de puta?

- Sin dudar -dijo Oscar que en ese momento pensó en su cara haciendo el gesto que Orellana, otro compañero de trabajo, hacía cuando utilizaba esa misma expresión. Sin dudar, palabras sostenidas con la ceja derecha levantada. Pensó en su cara pensando en la cara de Orellana, pensó en la cara de Orellana gesticulando y casi llegó a creer que era Orellana.

Quedaron en silencio. Sofia jugueteaba con las manos. Las enfermeras iban y venían. Algunas arrastraban carritos con comida (a su paso dejaban un olor dulzón y vapor. Nunca se alcanzaba a descifrar en que consistían los platos), otras arrastraban sillas de ruedas, otras escobas y secadores, otras nada. Cada tanto pasaba algún médico. Ellos dos veían el sucederse de personas y objetos sin atinar a detenerlos, sin siquiera prestarles atención. Ellos, los otros, los del hospital, eran como parte de un decorado, signos humanos de un mundo desconocido, lejano. (Sólo un médico los habría sacado del letargo. Y ese médico no pasaría delante de ellos. Estaban seguros. Lo habían visto entrar al quirófano, justo después que la camilla que había depositado ahí dentro a Carlos retornaba al pasillo, vacía).

De repente, comenzó a sonar una versión de baja calidad de las Sardas (o Czardas) de Monti. Repitió el estribillo dos veces, el tiempo que Oscar tardó en sacar el celular de su bolso y atenderlo. Las pocas personas que estaban en el pasillo lo miraban indiferentes. (Siempre que suena un celular todos miran indiferentes, a veces hasta con cierto aire despectivo, al telefoneado, como si fuera culpable de algo.) Carlos buscó nervioso el botón SEND, y lo presionó.

-Hola...

-Hola, ¿Señor Gometra?

-Sí, ¿Quién habla?

-Soy Juan Carlos Buiton, soy secretario del señor Conilo, el gerente de Logística de Ipercoop . Acabo de hablar con su responsable y me pasó su número de teléfono.

-Aha.

-Lo llamaba porque acabo de recibir un mensaje –decía Buiton, mientras se pasaba la mano derecha por debajo de los huevos, acariciándoselos (quizá para matizar la tensión que el momento le producía)- Me dicen que la carga de zapatillas todavía no llegó a depósito.

-La información es correcta –ironizó Oscar- Estoy llegando en una hora.

- ¿Tanto?

- Tanto.

- ¿Y por qué?

Oscar se acercó a la ventana que daba la calle y la abrió. -Porque acabo de entrar en la ciudad y el tráfico esta especialmente denso-. Hubiera preferido decir que su compañero y amigo estaba internado en terapia intensiva, y que no se le ocurría otra cosa que estar ahí con él. Contuvo el impulso, y se percibió escindido. Una parte imaginaba el tráfico, la otra miraba las enfermeras ir y venir.

- Bien, siendo así será hasta luego.

- Hasta luego.

A la hora, Oscar estacionaba el camión en la playa del Hipermercado, maniobrando con una mano mientras con la otra sostenía el celular. Sofía le estaba diciendo que el pronóstico era reservado, que lo iba a poder ver recién al día siguiente y que le agradecía por todo.

-¡Pará, loco, pará! -alcanzó a escuchar. Frenó y sacó la cabeza por la ventanilla y vio un pibe uniformado (gorra roja, chomba amarilla, pantalones negros, zapatos negros y cartelito blanco sobre el corazón que seguramente diría su nombre y su función en el hipermercado) que trataba de parar al camionero, siendo que era más esforzado y riesgoso tratar de para el camión.

- ¿Algún problema, pibe?

- Nada grave, abollaste un changuito con latas de tomate concentrado. Pero si no frenabas, hacías mierda la fila completa.

- Gracias por avisar.

- De nada, maestro.