El viaje
Hacia ya trece años que Adriana Braggi no salía de la antigua casa, silenciosa como una abadía, donde había entrado como esposa siendo todavía muy joven. Ya ni siquiera detrás de las ventanas la veían los escasos transeúntes que cada tanto subían por esa calle en pendiente algo abrupta; una calle tan solitaria que la hierba crecía entre las piedras. A los veintidós años, tan sólo cuatro años después de su matrimonio, con la muerte del esposo casi había muerto ella también. Ahora tenía treinta y cinco y, como el primer día de la desgracia, vestía de negro; un pañuelo negro, de seda, escondía sus hermosos cabellos ya no tan cuidados, apenas divididos en dos partes anudadas en la nuca. Sin embargo, una serenidad melancólica y dulce sonreía en su rostro pálido y delicado.
Nadie se sorprendía de esta clausura en aquel pequeño pueblo del interior de Sicilia, donde las rígidas costumbres por muy poco no obligaban a la esposa a acompañar a su marido a la tumba. Las viudas debían permanecer encerradas, en luto perpetuo, hasta la muerte. [...] Llegando donde las callecitas terminaban, la visión de la extensión ondulante de las tierras ardientes por el azufre acongojaba. En todas las casas, incluidas las pocas que eran señoriales, faltaba el agua; en los amplios patios y en los comienzos de las calles había viejas cisternas a merced del cielo: pero hasta en invierno llovía poco; [...]
Los hombres, quién más quién menos, hallaban en las vicisitudes de los asuntos cotidianos, en la lucha de los partidos locales, en el Café o en las Casas de compañía por la noche, formas de distraerse. Pero las mujeres, sobre las cuales desde la infancia se había trabajado para esterilizarlas de cualquier rasgos instintivo de vanidad, casadas no por amor, luego de haber llevado adelante las mismas tareas serviles de siempre, languidecían míseramente con un niño en el regazo o con el rosario en la mano, esperando que el hombre, el dueño, regresara a casa.
Adriana Braggi no había amado en absoluto al marido. De constitución débil y en continua agitación a causa de su precaria salud, ese marido la había oprimido y torturado durante cuatro años, celoso hasta de su hermano mayor, al cual, al haberse casado con ella, era conciente de haber inflingido una terrible injusticia, una auténtica traición. En aquel pueblo todavía se acostumbraba que, de todos los hijos hombres de una familia rica, solamente el mayor debía casarse, para que los bienes del linaje no se desparramaran entre muchos herederos.
Cesare Braggi, el hermano mayor, no había manifestado jamás algún malestar por aquélla traición. Tal vez porque el padre, que murió poco antes de la boda, había dispuesto que el jefe de la familia fuera él y que el segundogénito recién casado le debiera obediencia absoluta.
Al hacer su ingreso en la antigua casa de los Braggi, Adriana había experimentado una cierta humillación al saberse tan ligada al cuñado. Su condición era doblemente penosa e irritante desde el momento en que su propio marido, preso de la furia de los celos, le había dado a entender que Cesare había especulado en algún momento con tomarla en matrimonio. Ya no supo qué hacer para controlarse frente a su cuñado, y la vergüenza se había incrementado tanto más cuanto menos el cuñado le había hecho sentir la potestad que poseía sobre ella. Al contrario, había sido acogida desde el primer día con franca simpatía y tratada como una verdadera hermana. El cuñado era un hombre de finos modales; en el hablar, en el vestir y en todos los demás rasgos era poseedor de una exquisita señorialidad natural que ni el contacto con la ruda gente del pueblo, ni los asuntos a los que se dedicaba, ni la inclinación a una pereza relajada que la mísera y vacía vida provinciana inducía durante varios meses al año, habían podido ya no embrutecer, sino ni siquiera alterar.
Cada año, por varios días, a veces más de un mes, el cuñado se alejaba de la ciudad y de sus asuntos. Iba a Palermo, a Napoli, a Roma, a Firenze, a Milano a zambullirse en la vida, a tomar –como él mismo decía- un baño de civilización. Volvía de aquellos viajes con el cuerpo y el alma rejuvenecidos. Adriana, que nunca había dado un paso fuera del pueblo natal, al verlo entrar de esa manera en la gran casa antigua, donde el tiempo parecía estancado en un silencio mortuorio, probaba cada vez una secreta e indefinible turbación. El cuñado parecía emanar el aire de un mundo que ella no alcanzaba a imaginar. La turbación aumentaba al oír las estridentes carcajadas de su marido al escuchar la narración de las sabrosas aventuras de su hermano; y por la noche se convertía en asco y desprecio, cuando el esposo iba a buscarla a la habitación, en llamas, sobreexcitado, puro deseo. El asco y el desprecio eran por el marido, tanto más intenso cuanto más percibía el respeto reverencial que su cuñado le dedicaba a ella.
Al morir el marido, Adriana experimentó una angustia espantosa frente a la idea de quedar sola con él en la casa. Tenía a sus dos pequeñitos nacidos durante esos cuatro años. Pero madre y todo, no había logrado superar, en la relación con su cuñado, la timidez propia de una niña. Esta timidez nunca antes se había convertido en causa de retraimiento. Pero ahora sí, y culpaba a su marido celoso, que la había oprimido con los modos más desconfiados y desleales de la vigilancia.
Cesare Braggi, con exquisita premura, había invitado a la madre de ella a venir a vivir junto a su hijita viuda. De esa manera, poco a poco, Adriana, liberada entonces de la insoportable tiranía del marido y con la compañía de su madre, había podido, si no alcanzar la paz absoluta, al menos tranquilizar su espíritu. Se había entregado completamente al cuidado de sus hijitos, prodigándoles el amor que no había encontrado manera de expresarse en el desgraciado matrimonio.
Como en el pasado, Cesare continuó haciendo sus viajes de un mes por el Continente, trayendo regalos para ella, para la abuela y para los sobrinitos, a quienes les había destinado las más delicadas atenciones paternas. La casa, sin la presencia masculina, inspiraba temor a las mujeres, especialmente por la noche. Los días en que él se ausentaba a Adriana sentía que el silencio, vuelto entonces más profundo y oscuro, tenía suspendido sobre la casa un terrible desastre ignorado. Y con un terror infinito escuchaba el crujir de la polea de la antigua cisterna que estaba al comienzo de la calle, cuando el viento sacudía la soga. ¿Pero podía acaso, por consideración hacia aquellas dos mujeres y aquellos dos niños que en el fondo no le pertenecían, privarse Cesare de la única distracción a la que se entregaba luego de un año de trabajo y aburrimiento? Habría podido no preocuparse en lo más mínimo por ellos, hacer su vida, libre ya que el hermano con sus actos le había impedido formar una familia; en cambio -¿cómo no reconocerlo?- dejando aparte aquellas breves vacaciones, se dedicaba de lleno a la casa y a los sobrinitos huérfanos.
Con el tiempo, la amargura había abandonado completamente el corazón de Adriana. Los pequeños crecían y ella era feliz de que lo hicieran bajo la guía del tío. Su abnegación era absoluta, tanto que se sorprendía si el cuñado o los hijos se oponían a algún gesto sobreprotector suyo. Sentía que nunca hacia lo suficiente. ¿En qué pensar, sino en ellos? Había sido muy dolorosa para ella la muerte de la madre: notaba su ausencia. Hacía ya tiempo que se dirigía a ella como si fuera una hermana; sin embargo, con la madre a su lado, podía pensarse a sí misma joven, como era de hecho. Desaparecida su madre, y madre ella de dos hijos devenidos ya jovencitos de catorce y dieciséis años altos como el tío, comenzó a sentirse y considerarse vieja.
Así se encontraba la primera vez que percibió un leve malestar, un cansancio. Sintió presión en un hombro y en el pecho; un dolor sordo invadía a veces su brazo izquierdo, cada tanto se volvía una punzada que le quitaba la respiración. No profirió queja alguna. Quizá nadie nunca se hubiera enterado de no ser porque un día, sentados a la mesa, fue asaltada por uno de esos violentos espasmos imprevistos. Llamaron al viejo médico de la familia, quién quedó consternado al informarse de los síntomas. Y aún más se sobresaltó luego de examinar cuidadosamente a la enferma: el problema estaba en la pleura. ¿Pero en qué consistía? El viejo médico, ayudado por un colega, probó primero con una punción pleural, sin obtener éxito. Luego, notando un cierto endurecimiento de la zona escapular, aconsejó al señor Braggi trasladar inmediatamente a su cuñada a Palermo. Dio a entender que temía que fuera un tumor, tal vez incurable.
No fue posible partir enseguida. Adriana, luego de trece años de encierro y aislamiento, estaba totalmente desprovista de vestidos aptos para aparecer en público y para viajar. Fue necesario escribir a Palermo para resolver el problema a la brevedad.
Adriana trató de oponerse de todas las maneras, asegurando al cuñado y a sus hijos que no se sentía tan mal. ¿Un viaje? Se estremecía de solo pensarlo. Además, coincidiría con el momento en que Cesare habitualmente partía hacia a sus vacaciones de un mes. Yendo con él le habría quitado su libertad y cualquier tipo de placer. No podía aceptar eso, bajo ninguna circunstancia. Y además ¿quién cuidaría de los niños? ¿quién se ocuparía de la casa? Anteponía todos estos obstáculos, pero el cuñado y los hijos derrumbaban cada uno de ellos a base de carcajadas. Se obstinaba en decir que el viaje empeoraría su salud. ¡Dios mío!, si ni siquiera sabía cómo eran las calles. ¡No habría sabido moverse ni un centímetro! ¡Por favor, por favor, que la dejaran en paz!
Cuando desde Palermo llegaron los vestidos y los sombreros, para los hijos fue una fiesta. Entraron gritando a la habitación de la madre, con las enormes cajas envueltas en hule en sus brazos. ¡Tenía que probárselos ahora mismo! Querían ver linda a su mamita, como nunca la habían visto. Y tanto insistieron, tanto hicieron, que debió ceder a sus deseos. Eran vestidos negros, también ellos de luto, pero finísimos y elaborados con maravillosa maestría. [...] Desde detrás de la puerta, mientras tanto, los hijitos la acosaban: “¿Estás lista mamá? ¿Te falta mucho todavía?” ¡Como si la madre estuviera preparándose para una fiesta! No pensaban en las razones por las cuales esos vestidos habían llegado hasta ahí; a decir verdad, tampoco ella pensaba en eso ahora.
Cuando, aturdida, acalorada, alzó la vista y se miró en el espejo del armario, experimentó una sensación violentísima, casi vergonzosa. Ese vestido, dibujándole con impúdica elegancia las caderas y los senos, le daba la figura y el aire de una jovencita. Se sentía vieja desde hacía un tiempo: se descubrió, de repente, en ese espejo, joven y hermosa. ¡Otra persona! “¡No! ¡No! ¡Imposible!”, gritó, girando el cuello y levantando una mano para sustraerse de aquella visión. Los hijos, al escuchar la exclamación, comenzaron a golpear con más fuerza la puerta; trataban de empujar con las manos y los pies, le gritaban que abriese, que la querían ver. ¡No! ¡Ni hablar! Se avergonzaba. ¡Era una caricatura! No, no. Pero los hijos amenazaron con tirar abajo la puerta. Entonces, abrió. Los niños también quedaron deslumbrados antes esa transformación imprevista. La mamá trataba de protegerse de sus miradas repitiendo “¡No! ¡Déjenme sola, es imposible! ¿Están locos?” En ese preciso momento, llegó el cuñado. ¡Qué terror! Intentó escapar, esconderse, como si la hubiera sorprendido desnuda. Pero lo hijos la sujetaron y se la mostraron al tío, que reía de su vergüenza. “¡Pero si te queda realmente bien!”, dijo él finalmente, recuperando la seriedad. “Dale, deja que te mire”. Trató de levantar la cabeza. “Parezco disfrazada...” “¡Pero no! ¿Por qué? En realidad, te queda muy bien. Giráte un poco... así, de costado”. Obedeció, intentó aparentar calma; pero el seno, contorneado por el vestido, se le levantaba con cada respiro, traduciendo la agitación interior causada por ese examen atento y tranquilo que él, experto conocedor, estaba llevando adelante. “Está muy bien. ¿Y los sombreros?” “¡Parecen canastas!”, exclamó Adriana, casi espantada. “Sí, cierto, los usan enormes”. “¿Cómo voy a hacer para calzármelo en la cabeza? Voy a tener que peinarme de otra manera”. Cesare volvió a mirarla, tranquilo, sonriente; dijo: “¡Pero sí!, tenés tantos sombreros...” “¡Sí, sí! ¡Bien, mamita! ¡Peináte enseguida!, aprobaron los niños. Adriana sonrió tristemente: “¿Ven lo que me hacen hacer?”, dijo, dirigiéndose también al cuñado.
La partida fue establecida para la mañana siguiente.
¡A solas con él! Lo estaba acompañando en uno de aquellos viajes en los cuales, tiempo atrás, pensaba perturbada. Un único temor la invadía: que él, dedicándole su atención, tranquilo como siempre, la viera asustada. Frente a aquella tranquilidad tan natural, se habría sonrojado a causa de lo injustificado de su temor si no fuera porque, con una ficción concientemente construida, precisamente para evitar la vergüenza y darse confianza a sí misma, le había buscado otra razones: la novedad misma del viaje, la enorme cantidad de sensaciones y percepciones extrañas, hasta ahora, a su alma cerrada y esquiva. Atribuía el esfuerzo realizado (el cual, así interpretado, no habría tenido nada de reprobable) a la conveniencia de no dejarse ver maravillada por las nuevas cosas de frente a alguien que, luego de tantos años de experiencia y dueño de sí, habría podido sentirse fastidiado. Se habría visto ridícula, además, a su edad, con esa curiosidad casi infantil que le quemaba los ojos. [...]
Viajaba en tren por primera vez. A cada instante, con cada giro de las ruedas, tenía la sensación de estar internándose en un mundo desconocido que, de improviso, se creaba en su espíritu con imágenes que aunque estuvieran cerca le parecían lejanas y le daban, junto al placer de mirarlas, una sensación de pena sutil e indefinible: la pena de que todo aquello existiera desde siempre mas allá y fuera de su vida y hasta de su imaginación. La pena de ser una extranjera entre aquellas impresiones, de estar de paso; la pena de saber que sin ella habrían continuado viviendo sus propias existencias. [...] Al volver la vista se encontraba a veces con la mirada y la sonrisa del cuñado que le preguntaba: “¿Cómo te sentís?” Ella respondía haciendo un señal con la cabeza: “Bien”. [...]
Al día siguiente, en Palermo, bajando de la casa del médico clínico luego de una larga visita, comprendió todo gracias al esfuerzo que hacía el cuñado para esconder su consternación, al tono preocupado con el cual éste había pedido que le explicaran, por segunda vez, la forma de administrar la medicina y al tono de la respuesta del médico. Comprendió que éste había declarado su sentencia de muerte, y que aquella mezcla de venenos en gota, a tomar dos veces al día antes de las comidas, no era otra cosa que un engaño piadoso, un viático para su lenta agonía. Salió, todavía un poco aturdida y disgustada por el difuso olor a éter que había en la casa del médico. Emergió desde las sombras de la escalera y llegó a la calle iluminada por el sol del atardecer; un cielo en llamas que del lado del mar parecía lanzar un inmenso nubarrón resplandeciente sobre la avenida larguísima. Y vio, entre los vehículos inmersos en ese resplandor dorado, la multitud hormigueante con sus rostros y ropajes salpicados de reflejos purpúreos, los distintos resplandores de las luces, los reflejos coloreados como si fueran piedras preciosas, de las vidrieras, de los carteles, de los espejos de los comercios. ¡La vida, la vida! ¡La pura vida! Sintió cómo su alma se desordenaba a causa de la conmoción de sus sentidos, envueltos en una embriaguez casi divina. No pudo experimentar ni la menor angustia, ni el más efímero pensamiento sobre su muerte próxima e inevitable, que ya la habitaba, acurrucada bajo el omóplato izquierdo, donde cada vez eran más agudas las puntadas. ¡No, no! ¡La vida, la vida! Y aquella conmoción interna que le sacudía el espíritu presionaba su garganta, donde algo, algo como una pena antigua instalada en lo más hondo de su ser había quedado atragantado. Entre tanta alegría, lloraba. “Nada... no es nada...”, dijo al cuñado con una sonrisa que las lágrimas en los ojos hicieron más luminosa. “Creo estar... no sé... Vamos, vamos...” “¿Al hotel?” “No... no...” “Entonces vamos a cenar al Chalet a mare, al Foro itálico ¿querés?” “Sí, donde quieras”. “Perfecto ¡Vamos! Después de cenar vamos a ver el paseo del Foro, a escuchar música...” Se subieron a un coche y fueron al encuentro de aquel nubarrón resplandeciente y enceguecedor.
¡Ah, qué increíble velada fue aquella para Adriana! En el Chalet a mare, bajo la luna, con la vista del Foro iluminado y recorrido por un estruendo continuo de coches centelleantes, el olor de las algas que venía del mar, el perfume de los azahares llegando desde los jardines. Estaba desorientada, como en un encanto sobrehumano, al cual una cierta angustia le impedía abandonarse completamente. La angustia disparada por la duda que no fuera real todo cuanto estaba viendo. Se sentía alejada, alejada de sí misma, sin memoria ni conciencia ni pensamiento; en una infinita lejanía soñada. [...] Sin querer, se giró a mirar al cuñado, y le sonrió, por gratitud. Pero enseguida, esa sonrisa le despertó una profunda ternura por sí misma, condenada a morir. ¡Justo ahora, que se asomaban frente a sus ojos estupefactos tantas maravillas! Una vida que hubiera podido ser la de ella, como lo era para todas las criaturas que vivían allí. Y pensó que tal vez había sido una crueldad llevarla de viaje. [...] Propuso al cuñado que regresaran ese mismo día. Quería volver a casa, liberarlo luego de esos cuatro días sustraídos a sus vacaciones. Él habría perdido un día más en acompañarla, pero luego podría retomar su camino anual por países lejanos, situados más allá de ese mar azul oscuro. Podría ir sin miedo, ella de seguro no moriría durante ese mes. No le dijo todo esto, sólo lo pensó. Le rogó por favor que la acompañara al pueblo. “No. ¿Por qué?”, le respondió él. “Ya que llegamos hasta acá, ahora venís a Napoli conmigo. Para mayor seguridad, consultaremos a otro médico”. “No, Cesare. No. Por favor. Déjame volver a casa. ¡Es inútil!” “¿Por qué? En absoluto. Va a ser mejor. Para mayor seguridad”. “¿No es suficiente con lo que nos hemos enterado aquí? No tengo nada, me siento bien ¿ves? Haré el tratamiento. Con eso alcanzará”. Él la miro seriamente y dijo: “Adriana, quiero hacerlo de este modo”. Ella ya no pudo replicar. Vio en sí misma a la típica mujer de su pueblo: esa que no debe oponerse a lo que el hombre considera justo y conveniente. Pensó que él tal vez quisiera para sí la tranquilidad de no haberse conformado con una sola consulta, la tranquilidad de escuchar a la gente del pueblo, luego de la muerte de ella, decir: “Él hizo de todo para salvarla. La llevó a Palermo, hasta Napoli la llevó...” ¿O realmente tenía la esperanza de que algún buen médico de un sitio más lejano dictaminara que su mal era curable? ¿Esperanzas en que descubriera un remedio para salvarla? O quizá... y esto era lo más creíble, sabiendo que lo suyo no tenía solución, él quería aprovechar este viaje con ella y proveerle una última y extraordinaria distracción, algo con que compensar la crueldad de la suerte. Pero ella estaba aterrada, aterrada de tener que atravesar todo ese mar. Era suficiente mirarlo y pensar en ello para que se le cortara la respiración, como si tuviera que cruzarlo a nado. “A esta altura del año, ni te vas a enterar que estás navegando. ¿Ves que tranquilo está? Además vas a conocer el barco de vapor... No te va a pasar nada”. ¿Acaso podía confesarle el oscuro presentimiento que la angustiaba frente a la visión de ese mar? Pensaba que si partía de viaje, si se despegaba de la costa de la isla –que ya le parecía tan alejada de su pueblo, y tan nueva- donde había experimentado una confusión tan extraña e intensa, y se aventuraba con él, desorientada, en el tremendo y misterioso más allá de ese mar, ya no habría regresado a su hogar, ya no habría surcado esas aguas en sentido contrario. Ya no lo haría sino muerta. No podía confesar este presentimiento ni siquiera a ella misma; y creía realmente en lo horroroso del mar, por la única razón de que no lo había visto nunca antes ni de lejos. Y, ahora ¿tendría que estar sobre él...?
Se embarcaron esa misma noche hacia Napoli. [...] Él sonrió frente a ese temor y la invitó a ponerse de pie. Luego, con una intimidad que hasta ahora no se había permitido, cruzó su brazo con el de ella, para sostenerla. La condujo a ver desde la cubierta los poderosos y brillantes pistones de acero que movían las hélices. Pero ella, aturdida por ese contacto insólito, no pudo resistir a ese paisaje ni al aire tibio, un tufo grasoso producto de la vaporización: se mareó y estuvo por apoyar la cabeza sobre el hombro de él. Se contuvo enseguida, casi aterrada por el deseo instintivo de abandono al cual había estado a punto de ceder. Él, solícito, le preguntó: “¿Te sentís mal?”. Con la cabeza, sin poder hablar, ella le respondió no.
Caminaron así, tomados del brazo, hasta la popa para mirar la larga estela ardiente y fosforescente sobre el mar ennegrecido por el cielo empolvado de estrellas hacia el cual el enorme tubo de la chimenea exhalaba continuamente el humo denso y lento, incandescente por el calor de la máquina. Para completar el encanto, apareció la luna. Primero, entre los vapores del horizonte, como una lúgubre máscara de fuego que se asoma amenazante a espiar en silencio sus dominios acuáticos. Luego, aclarándose poco a poco, delineándose precisa con su níveo fulgor, se extendió en el mar como un temblor argento sin fin. Y entonces, Adriana sintió crecer como nunca la angustia y el espanto que le producía ese deseo, que la envolvía y la arrastraba, de esconder, exhausta, su rostro en el pecho de él.
Sucedió en Napoli, a la salida de un café-concert donde habían cenado y pasado la velada. En sus viajes anuales, al salir por la noche de ese tipo de lugares, Cesare lo hacía usualmente con una mujer del brazo. Al ofrecérselo a ella ahora, percibió de repente bajo el gran sombrero negro con plumas el brillo de una mirada encendida. Inmediatamente, casi sin proponérselo, con un tirón apretó ambos brazos contra su pecho. Fue suficiente. El incendio se desató. Ahí, en la oscuridad, en el coche que los llevaba de vuelta al hotel, enlazados, con las bocas insaciables, una sobre otra, se dijeron todo. En pocos momentos, todo lo que él, en un instante, un relámpago, ante el brillo de aquella mirada, había adivinado: la vida de ella en tantos años de martirio y silencio. Ella dijo cuánto, desde siempre, siempre, sin pensarlo, sin saberlo, lo había amado; él, cuánto, desde jovencita, la había deseado, soñando con hacerla suya. Eso: ¡suya, suya!
Fue un delirio, un frenesí al que el afán de cobrarse en pocos días tantos años perdidos en fiebres sofocadas y ardores escondidos dieron un impulso inagotable. Tenían la necesidad de enceguecerse, de extraviarse, de no verse como hasta ahora se habían visto, siempre cuidando la compostura en aquel pueblo ínfimo de rígidas costumbres, para el cual ese amor, esa futura boda, habrían aparecido como un sacrilegio inaudito. ¿Qué boda? ¡No! ¿Por qué habría de constreñirlo a ese acto, sacrílego a la vista de todos? ¿Por qué ligarlo a ella, ahora, con tan poco tiempo de vida por delante? No, no: el amor, el amor frenético y arrollador en aquel viaje de pocos días. Viaje de amor, sin regreso; viaje de amor hacia la muerte. Ya no podía regresar al pueblo, volver a ver a sus hijos. Lo había presentido, al partir: sabía que, cruzando el mar, todo habría terminado para ella. Y ahora, adelante, adelante, quería avanzar, ir más arriba, más lejos, del brazo de él, ciega, hasta la muerte. Y así fue como pasaron por Roma, por Firenze, por Milano, casi sin ver nada. La muerte que anidaba en ella la fustigaba con sus aguijoneos, fomentando su ardor. “¡No es nada!”, decía ante cada asalto del dolor. “No es nada...” Y ofrecía su boca, con la palidez de la muerte sobre el rostro. “Adriana, vos estás sufriendo...”. “¡No, no es nada! ¿Qué importa?”
El último día en Milano, poco antes de partir hacia Venezia, se miró al espejo. Estaba desecha. Luego del viaje nocturno, cuando emergió en el silencio del alba la visión onírica, soberbia y melancólica, de la ciudad surgiendo del agua, comprendió que había llegado a su destino. Su viaje debía concluir allí.
Quiso disfrutar de su día Venezia. Por la tarde y por la noche, viajando en góndola por los canales silenciosos. Permaneció despierta durante toda la noche, con una extraña impresión sobre ese día: un día de terciopelo. ¿El terciopelo de la góndola? ¿El terciopelo de las sombras de ciertos canales? ¡Quién sabe! El terciopelo del ataúd.
A la mañana siguiente, cuando él salió del hotel para entregar en el Correo algunas cartas con destino a Sicilia, ella entró en su habitación. Descubrió sobre la mesa de luz un sobre cerrado. Reconoció la caligrafía de uno de sus hijos. Se llevó el sobre a la boca y lo beso desesperadamente. Luego, volvió a su habitación. Extrajo de la cartera de cuero la ampolla con la mezcla de venenos intacta. Se tiró sobre la cama con la sábanas todavía revueltas de la noche anterior y la bebió de un trago.
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