Cuando
tenía 9 años no amaba a los gatos. Amaba sólo a una gata. Negra hasta
la perfección, deambulaba por la casa de fin de semana de mis viejos. No
tenía, o no recuerdo, su nombre.
Una tarde de domingo jugaba con
ella hasta que, de pronto, por primera vez, me mordió. No llegó a
lastimarme, apenas marcó -por unos instantes- mi piel, pero su gesto me
produjo un espanto tal que tardé unos veinticuatro años en volver a amar
a una gata.
Negra, como ella. Tan perfectamente como ella que a
veces me obliga a creer en el destino y las determinaciones cósmicas. A
pensar que Soul es aquella gata.
Sólo que esta vez tiene nombre.