Mostrando las entradas con la etiqueta cuentos. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta cuentos. Mostrar todas las entradas

Parábola de la lata


Parábola de la lata

La empresa es un universo en el que se desarrollan múltiples tareas simultáneamente. Tener una noción global del funcionamiento permite contar con elementos que podrían resultar útiles a la hora de tomar decisiones:


1.DESCRIPCIÓN DE LA PLANTA:

1.1 CAPACIDAD DE PRODUCCIÓN.

Tomates procesados: 3.3 toneladas/24 horas.

Toneladas de tomate concentrado: 1 tonelada/48 horas.

1.2 MATERIAS PRIMAS.

Tomates.

Sal.

Saborizantes.

Conservantes.

Acidulante.

Antioxidante.


1.3 NECESIDAD ACTUAL DE MANO DE OBRA, SEGÚN LAS FUNCIONES A DESARROLLAR:

Carga y descarga de tomates y transporte interno (15)

Limpieza y clasificación (30)

Precalentado (3)

Extracción y refinación (4)

Control de evaporación (3)

Colocación de latas vacías (4)

Control del rellenado (3)

Suturado (2)

Refrigerado (4)

Etiquetado (6)

Cargado en paletas (6)


1.4 MAQUINARIAS Y EQUIPOS.

Descargadores (3)

Horca elevadora (1)

Tanques de lavado (2)

Mesa clasificadora con elevador (1)

Cortador o tajador (1)

Conducto precalentador(1)

Cinta transportadora (1)

Refinadora (1)

Tanque colector para el jugo refinado (1)

Evaporador continuo (1)

Tanque colector de pasta (1)

Esterilizador de pasta (1)

Rellenador (1)

Suturador (1)

Refrigerador continuo (1)

Torre de enfriamiento (2)

Caldero (1)

Generador (1)

Aspiradora (1)

Red intranet (10 equipos)



1.5 CONSUMOS PROMEDIO DE LA PLANTA.

Vapor: 7,500 Kg / hora (10 Kg / cm2)

Potencia: 185 Kw.

Agua: 2,000 KL / 24 horas.



2.DESCRIPCIÓN DEL PROCESO.

Los tomates son empaquetados en bolsas de plástico y enviados a la fábrica desde nuestras plantaciones en Lavino, distante a 50 kilómetros por la autopista AO-23.

Una vez arribados se descargan con grúas y vienen depositados en pequeños containers motorizados. Después de recorrer cien metros se llega a los tanques de lavado. Allí son enjuagados con rociadores giratorios para quitarles los residuos y la tierra.

Luego, son transportados hacia la mesa clasificadora donde los de buena calidad son separados de los podridos. Los elegidos serán trozados inmediatamente por una cortadora en cuadrícula.

Enseguida pasan por un conducto de aire caliente que los ablanda, permitiendo que una aspiradora separe con facilidad las pulpas de las cáscaras. Las cáscaras son almacenadas a temperatura ambiente en containers cerrados que las transportan a nuestras plantaciones donde son utilizadas como abono. Las pulpas desembocan en bandejas rectangulares transportadas sobre una cinta. Las bandejas depositan su carga en el embudo de licuefacción, donde un molinillo gira a gran velocidad, licuando completamente los tomates. El líquido es colado por un inmenso colador con orificios de tres milímetros, ayudado por un prensa: así se logra impedir el paso de la mayor parte de los restos sólidos aún existentes (especialmente, las semillas).

Ese jugo de alta calidad es el que viene utilizado en la producción de tomate concentrado.

La pulpa es concentrada instantáneamente por un deshidratador continuo; luego, sal, antioxidantes, acidulantes, conservadores y saborizantes son añadidos a la mezcla. El resultado, una sustancia de consistencia arenosa e intenso color rojo, es recolectado en el tanque para pasta.

Más tarde, la pasta es descargada en el equipo HTST para su pasteurización. Finalmente, es colocada en recipientes que vienen a continuación sellados y refrigerados para evitar daños en el producto o un posible deterioro cualitativo debido a los cambios de temperatura. El final del proceso consiste en la colocación manual de las etiquetas.

Dichos recipientes son transportados a la zona de carga y descarga de camiones. La distribución nacional e internacional se ha confiado a diversas empresas transportadoras.



A Oscar le pareció muy extraño no ver autos en la ruta un día de semana. En la ultima media hora apenas se había cruzado con cinco. Dos lo habían sobrepasado, los otros tres viajaban en dirección contraria. Le pareció extraño pero agradable. Se sintió una especie de superviviente.

La lluvia lo había obligado a cerrar las ventanillas herméticamente. Había encendido el aire acondicionado. Los rumores monótonos se entretejían, meciéndolo, dándole a la situación un aspecto irreal, de otro tiempo, un tiempo ilocalizable, una canción de cuna hecha a base a rumores mecánicos casi orgánicos, sin palabras. El cuenta-kilómetros marcaba 110.

Tuvo la intención de encender la radio. Un puro hábito, una práctica que ya no requería ser evaluada: si ese aparato estaba allí era para ser usado. Segunda ley del manual de supervivencia caminonera. (La primera es la disponibilidad permanente del equipo de mate). Fue la intención la que no sobrevivió: la radio no obedecía. Presionó el botón de encendido dos, tres, cuatro veces. Cada vez con más fuerza, sin lograr el resultado esperado. Protestó con una onomatopeya mitad lingüística mitad orgánica.

Se tendría que conformar con el sonido ambiente.

El cuenta-kilómetros marcaba 120.

Se recostó contra el asiento y pegó las rodillas contra el volante. Con la mano derecha, se acarició la nuca. Por el espejo poblado de gotitas pudo ver que un auto comenzaba a sobrepasarlo. Miró el reloj digital adherido al panel, junto al cenicero: las 14.56, en rojo. Lo esperaban a las 15.30, estaba en tiempo. Las tardanzas lo ponían muy nervioso. No porque fuera un cultivador de la puntualidad, ni siquiera de la responsabilidad frente a terceros, mucho menos si esos terceros eran sus jefes. Era, ni más ni menos, que un buen cuidador de apariencias, orfebre del simulacro. Así había sobrevivido a muchas complicaciones laborales; así había esquivado, con estilo, más de una amenaza de despido. Llegar tarde era traicionar su apariencia, era exponerse a que alguno (y de esos algunos está plagado el mundo y con particular intensidad el mundo laboral) le hinchara las bolas. Con o sin fundamento, lo mismo daba. Por eso había elegido ser camionera. Por eso había elegido moverse moviendo un mastodonte de varias toneladas, solo, lejos de todos.


Por todo esto, el día que le notificaron la instalación del dispositivo de vigilancia satelital –seguimiento del vehículo, gps, y conexión telefónica en cualquier momento en cualquier lugar- no podía creerlo. Se reducía violentamente el campo de autonomía de las apariencias. Aunque sabía desde hacia tiempo de la inminencia del cambio, no tenia como reaccionar, no tenía como defenderse.¡Como iba a hacer para mentirle a un puto satélite! Salvo abandonar la empresa, todo lo demás, todo lo que pudiera hacer adentro, era como intentar oponerse a la salida del sol cada mañana.

El motivo público de la instalación de esa estructura de seguridad había sido el robo sufrido, con poco tiempo entre uno y otro, por dos compañeros.

Uno de ellos había sido golpeado hasta desvanecerse.

Un automovilista había visto que el camión detenido ocupaba media calzada. Desaceleró mientras lo sobrepasaba. Le llamó la atención el hilo rojo que bajaba por la pintura blanca de la carrocería, debajo de la puerta del conductor. El auto iba lo suficientemente despacio para darse cuenta que eso era sangre, que goteaba generosa, manchando la escalerita de metal. El tipo tuvo miedo y ganas de escapar. Pero frenó el auto justo delante del camión. Bajó, miró hacia la cabina. No vio a nadie. “Estará meando o durmiendo”, pensó mientras miraba alrededor. Recordó las gotitas de sangre y entendió lo que había entendido cuando frenó, y que por un momento quiso dejar de entender. Y lo peor de todo es que sabía perfectamente que quería dejar de entenderlo. Esa simulación no tenia futuro.

Llegó a la puerta del conductor. El rojo de la sangre era casi marrón. Brillante, espeso.

Apoyó el pie izquierdo en el primer escalón de la escalerita de metal y con un casi-saltito, un estiramiento, alcanzó el picaporte con la mano derecha. Aprovechando ese mismo impulso comenzó a abrir la puerta.

Se dispuso a ver. Y vio.

Vio un hombre echado sobre los asientos, boca abajo, la cabeza apoyada en el asiento del conductor y las piernas en el del acompañante, el cuello empapado de sangre; en el piso el charco rojo se agrandaba gota a gota, casi imperceptiblemente. Todavía tenia una barra de hierro en la mano derecha. La cabina parecía haber sido el epicentro de un terremoto. ¿Qué batalla se habría librado ahí? Una bien picante, pensó el tipo. ¿Por qué? ¿Contra quién? Aterrado, corrió la cortinita que separa la cama del resto del habitáculo, esperando encontrar allí al quién de la cuestión, como en una película de suspenso obvia. No había nadie. Por suerte, el cine a veces se equivoca. Más tranquilo, se ocupó del herido. Lo llamaba a los gritos pero sin moverlo (como reza el General Intellect de los primeros auxilios). Buscó agua y encontró una botella de vino tapada y una de aguardiente por la mitad. Sacó un pañuelo, lo empapó y lo arrimó a la nariz del camionero. Nada.

Tomó un trago, no para darse ánimo sino porque le dieron ganas.

Se quedó mirando al tipo inconciente mientras se apretaba los labios inferiores con el pulgar y el índice de la mano derecha y con los dientes superiores. Sintió que lo único que podía hacer, lo único que realmente tenía que hacer, que podía tener aspiraciones de utilidad, era buscar ayuda. Se sintió solo. Un inútil con buenas intenciones. Un tipo que miraba como otro se moría (o eso creía) y que no podía más que pasarle un poco de bebida blanca por la nariz.


Oscar había escuchado la historia narrada por el propio automovilista. En el hospital, durante un horario de visita. El hombre tenía la voz apagada, hablaba mirando el piso, jugando con las manos (o quizá eran las manos las que jugaban con él). Frente a ellos dos estaban la esposa del compañero y un directivo medio de la empresa, vestido de domingo.

Viajar a través de todo el territorio nacional le había dado una imagen bastante precisa, al menos así lo creía, de eso que llaman "situación del país". Es decir, la situación material de sus pobladores. Había visto de todo: cascos de estancia hiperequipados, rodeados de autos importados cero kilómetros, tractores que apenas si requerían trabajadores; villas miseria donde la gente caminaba diez cuadras para conseguir agua potable; barrios privados donde vivían chicos que llevaban más de dos años sin salir de ahí; había comido asados en comisarías donde festejaban –siempre con las precauciones del caso- el éxito de un secuestro o la llegada de un cargamento de cocaína; había comido asados con piqueteros, aprovechando el corte de ruta para conocerlos; había levantado mochileros de todo tipo, había cogido con putas de todo tipo (una vez una se ofreció a chupársela por un peso: le dijo que no, que nadie le chupaba la pija por menos de cien pesos. La mina sonrió y su risa fue el pasaje hacia los dos mejores polvos de su vida, hasta el momento); había descargado todo tipo de cosas en todo tipo de sitios. (Pero no era de contar historias, no le gustaban las anécdotas. No le gustaba que los demás lo confundieran con sus anécdotas. Prefería tenerlas para sí, como un manojo de experiencias al que recurrir si era necesario, pero no para ostentarlas sino para vivir y sobrevivir.)

“Este país es una mezcla de Zimbawe y Suiza. De un lado de la medianera hay quien gana cinco mil pesos mientras del otro lado alguien come naranjas podridas recolectadas de la basura del que gana cinco mil”, decía Por ello los robos le parecían inevitables. Lo que no lograba entender era el ensañamiento. Le resultaba muy complicado pensar que alguien entrara en la casa de una vieja de noventa años y la matara a martillazos. ¿Cómo debía ser un ser humano para hacer algo así? ¿Cómo es posible que alguien te acribille a balazos por una campera o una billetera?

A lo mejor, cuando estás tan hasta las bolas, tan jugado, los demás ya no son otra cosa que amenazas u obstáculos”, pensó, mientras recorría con la mirada al directivo medio, vestido de jogging y con las manos cruzadas detrás de la espalda. En ese momento recordó la historia que su mujer le había contado tiempo atrás por teléfono: un vecino (Miguel Andrade, que trabajaba como administrativo en una librería del centro y por la noche daba cursos de italiano para viajeros y principiantes) había matado a su ex mujer a balazos, después de haber tenido una charla en la que ella le informó su decisión de irse a vivir a España, sola. ¿Cómo era posible eso? No era la plata el problema, no era sólo la desesperación económica la que llevaba a hacer cosas tan atroces. Había algo más, ¿qué clase de amor era capaz de asesinar? Lo imaginó como una nube de tormenta que recorría el mundo y cada tanto se filtraba en una casa (casi exactamente la imagen cinematográfica de las siete pestes bíblicas). Imaginó un hombre sentado frente a una mesa de madera, tomándose la cabeza con la dos manos, con los ojos cerrados: luego se alza violentamente y sin demora sale de la casa.

El pasillo del hospital recibía la luz del sol de lleno, volviéndose un ambiente hiperluminoso, que encandilaba por momentos. El automovilista había ido a hablar por teléfono. La mujer del compañero y Oscar no se levantaron para saludar al directivo medio. Lo vieron irse, moviendo el culo torpemente debajo del jogging gris, que iba a morir sobre unas Nike blancas.


-Ahora sí están, ahora que saben que les va a salir guita vienen, se preocupan.

-Tranquilo, tranquilo. vino porque quería saber cómo estaba Carlos. No lo mandó nadie, no preguntó nada que no tuviera que ver con Carlos.

-No seas ilusa Sofi, esos muchachos no hacen nada de nada por los demás. Son expertos en cuidarse el culo, nada más. Si preguntó por la salud de tu marido es para ver que estrategia arman con la aseguradora y los abogados.

- ¿Te parece?

- Desgraciadamente si, estoy casi seguro.

- ¿Se puede ser tan hijo de puta?

- Sin dudar -dijo Oscar que en ese momento pensó en su cara haciendo el gesto que Orellana, otro compañero de trabajo, hacía cuando utilizaba esa misma expresión. Sin dudar, palabras sostenidas con la ceja derecha levantada. Pensó en su cara pensando en la cara de Orellana, pensó en la cara de Orellana gesticulando y casi llegó a creer que era Orellana.

Quedaron en silencio. Sofia jugueteaba con las manos. Las enfermeras iban y venían. Algunas arrastraban carritos con comida (a su paso dejaban un olor dulzón y vapor. Nunca se alcanzaba a descifrar en que consistían los platos), otras arrastraban sillas de ruedas, otras escobas y secadores, otras nada. Cada tanto pasaba algún médico. Ellos dos veían el sucederse de personas y objetos sin atinar a detenerlos, sin siquiera prestarles atención. Ellos, los otros, los del hospital, eran como parte de un decorado, signos humanos de un mundo desconocido, lejano. (Sólo un médico los habría sacado del letargo. Y ese médico no pasaría delante de ellos. Estaban seguros. Lo habían visto entrar al quirófano, justo después que la camilla que había depositado ahí dentro a Carlos retornaba al pasillo, vacía).

De repente, comenzó a sonar una versión de baja calidad de las Sardas (o Czardas) de Monti. Repitió el estribillo dos veces, el tiempo que Oscar tardó en sacar el celular de su bolso y atenderlo. Las pocas personas que estaban en el pasillo lo miraban indiferentes. (Siempre que suena un celular todos miran indiferentes, a veces hasta con cierto aire despectivo, al telefoneado, como si fuera culpable de algo.) Carlos buscó nervioso el botón SEND, y lo presionó.

-Hola...

-Hola, ¿Señor Gometra?

-Sí, ¿Quién habla?

-Soy Juan Carlos Buiton, soy secretario del señor Conilo, el gerente de Logística de Ipercoop . Acabo de hablar con su responsable y me pasó su número de teléfono.

-Aha.

-Lo llamaba porque acabo de recibir un mensaje –decía Buiton, mientras se pasaba la mano derecha por debajo de los huevos, acariciándoselos (quizá para matizar la tensión que el momento le producía)- Me dicen que la carga de zapatillas todavía no llegó a depósito.

-La información es correcta –ironizó Oscar- Estoy llegando en una hora.

- ¿Tanto?

- Tanto.

- ¿Y por qué?

Oscar se acercó a la ventana que daba la calle y la abrió. -Porque acabo de entrar en la ciudad y el tráfico esta especialmente denso-. Hubiera preferido decir que su compañero y amigo estaba internado en terapia intensiva, y que no se le ocurría otra cosa que estar ahí con él. Contuvo el impulso, y se percibió escindido. Una parte imaginaba el tráfico, la otra miraba las enfermeras ir y venir.

- Bien, siendo así será hasta luego.

- Hasta luego.

A la hora, Oscar estacionaba el camión en la playa del Hipermercado, maniobrando con una mano mientras con la otra sostenía el celular. Sofía le estaba diciendo que el pronóstico era reservado, que lo iba a poder ver recién al día siguiente y que le agradecía por todo.

-¡Pará, loco, pará! -alcanzó a escuchar. Frenó y sacó la cabeza por la ventanilla y vio un pibe uniformado (gorra roja, chomba amarilla, pantalones negros, zapatos negros y cartelito blanco sobre el corazón que seguramente diría su nombre y su función en el hipermercado) que trataba de parar al camionero, siendo que era más esforzado y riesgoso tratar de para el camión.

- ¿Algún problema, pibe?

- Nada grave, abollaste un changuito con latas de tomate concentrado. Pero si no frenabas, hacías mierda la fila completa.

- Gracias por avisar.

- De nada, maestro.


uno



La fiesta de cumpleaños de quince de mi prima venía bien, pero yo no. Me agobiaba el calor, en pleno junio y en el hemisferio sur.
No era culpa de la gente, no: luego del shock histérico inicial, los presentes se habían ido apaciguando; una expectativa calma se había apoderado del ánimo de la mayoría. Ya no venían a mi mesa a cada minuto a pedirme que les firmara la servilleta, la agenda, la camisa, la corbata, el brazo, la media, el corpiño.
Luego del revoloteo inicial, durante el cual había sido dulcemente sometido a un enésimo ejercicio del autógrafo en mi vida, me había convertido -casi- en uno más. Un primo de la quinceañera agasajada. El que vive en España y le va bien.

No. No era la gente la que me ponía mal. Tampoco el clima, que cumplía con lo esperado para esa época del año.
Era ella. Que no estaba ahí.
Podía sentir su ausencia en mis manos empapadas; en el infierno crepitante que había hecho nido en mi nuca; en los muslos, repositorios desbordados de una energía que me impulsaba a correr. Las leves muecas de malestar en mi cara, mientras arqueaba las plantas de los pies y sentía cómo mis gemelos se acalambraban, eran microexplosiones, sustitutos raquíticos de la tensión interna.
Llovían imágenes suyas en mi memoria, una lluvia sin clinamen, monótona, inmodificable. Los recuerdos se amontonaban detrás de mis ojos y daban el tono a mi mirada. Al observarme más o menos voluntariamente, la gente, mis tíos, la cumpleañera podían creer que yo estaba viendo algo allí, algo de lo que pasaba, algo presente; que mi cabeza se movía respondiendo a los estímulos que la fiesta desparramaba en forma de vestidos, gritos, bailes, cotillón y música de la década de los 80.
Nada de eso.
Yo miraba una ausencia, intimaba con el vacío.
Fue entonces que mi teléfono celular hizo más intensas las vibraciones de mis muslos con una suerte de electroshocks en miniatura.
Dos largas vibraciones del aparato eran traducibles por la recepción de un mensaje de texto. Busqué el teléfono sabiendo que el mensaje era de ella. Y lo era.
Lo abrí y leí: Te extraño mucho!
En ese momento, mi cuerpo se relajó, los muslos se tomaron un respiro. Creo que llegué a sonreír. Pude volver a la fiesta, reconciliarme con el entorno inmediato. Casi participar.
Por un rato, me invadió una alegría que me volvía, no sé, un superhéroe, un inmortal, un ángel. Era imbatible. Atravesaba con una enorme antorcha con forma de mensaje de texto la larga noche del inquieto y huidizo amor.
Di una vuelta por la pista de baile. Incluso ensayé unos pasos con mi prima, quien dirigía una suerte de coreografía ejecutada por unos pocos. Sonaba un tema de Virus, Wadu-wadu. Todos me miraban y reían y yo, generoso, retribuía.
La coreografía se fue extinguiendo -sus participantes se daban a pasos autónomos o abandonaban el baile-; decidí que era momento de dar por terminada mi incursión en la pista. Me fui a sentar a la mesa 14, la misma que el patovica de la puerta me había asignado al llegar. Pocos pasos antes de alcanzar mi silla, me crucé con mi tío: gritándome al oído dijo: "Voy a buscar un champagne, nene. El cuarto, jejeje". Lo palmeé en la espalda, como aprobando o bendiciendo o apiadándome de su borrachera y me senté.
El DJ había elegido El temblor, de Soda Stereo.

De a poco se habían acumulado las ganas de contestar el mensaje: era tiempo de pasar a la acción. Cuando saqué el teléfono del bolsillo del saco, me di cuenta que quería escribirlo en un lugar tranquilo, más silencioso. Más íntimo, en lo posible. A mi alrededor no había nadie, pero yo quería más: quería estar solo. Guardé el teléfono y caminé hacía la salida del salón, suponiendo que en el hall de entrada encontraría algo así.
Me equivoqué.
El patovica de la puerta, al verme sólo, se alegró. La exclusividad que seguro deseaba se había vuelto, sorpresivamente, real. Su cara, brillando, se llenó de golpe de una enorme sonrisa que parecía a punto de desgarrarla. Vestía un traje negro, una camisa blanca y una corbata negra; portaba un cuerpo de gimnasio apuntalado en anabólicos y cama solar. Su felicidad infantil me enterneció. Era como un gigante bueno, o tonto. Le retribuí la sonrisa, sin decir nada. Esa reciprocidad muda pareció detenerlo, recordándole una distancia que su alegría pugnaba por acortar y que su cuerpo ya empezaba a concretar. Lo gambeteé a puro gesto, malogrando su impulso de venir hacia mí. Inmovilizado, de pie, a un costado de la mesa de roble barnizado que constituía su lugar en la fiesta, siguió sonriendo mientras me veía aferrar el picaporte metálico y abrir la enorme puerta de entrada, para que la calle y su frío se colaran en la fiesta; pero, sobre todo, para que una y otro me regalaran unos segundos -pocos, los necesarios para escribir y enviar un sms- de soledad.
La esquina de Maipú y la avenida Pellegrini estaba desierta. Sólo la alternancia de las luces de los semáforos le imprimía movimiento. De no ser por ellas, habría sido posible confundir el paisaje con una postal.
Hacía mucho frío pero yo estaba cómodo. Había encontrado lo que quería, lo que necesitaba: soledad teléfono mensaje ella.

No había acabado de pasar el rapto de alegría (unas cosquillas en la nuca) que una silueta se recortó en la luminosidad naranja de la esquina de enfrente, del otro lado de la avenida. Le faltaban pocos pasos para bajar a la calle; caminaba resuelta en mi dirección. No estaba lejos pero no alcanzaba a ver sino sus rasgos más genéricos: un adulto humano, macho, bien abrigado. Molesto por lo efímero de mi aislamiento, cansado y resignado a las presencias, busqué el teléfono en el bolsillo del saco, rogando que el caminante no me reconociera.
Cuando alcé la cabeza, la silueta era ya un hombre específico, concreto, único. Cruzaba lentamente el segundo carril de la avenida, con las manos en los bolsillos. Su cuerpo se ocultaba bajo un largo sobretodo verde que asemejaba la ropa militar del ejercito soviético. Unos pantalones grises de paño se asomaban por debajo para terminar descansando sobre unas enormes zapatillas de skater negras y violetas. (Un auto pasó a toda velocidad por Maipú, mientras que el semáforo de Pellegrini obligaba a un ómnibus a detenerse, delatando con un chillido la necesidad de cambiar sus pastillas de frenos).
Mi mirada buscó la suya. En sus anteojos, las luces de Pellegrini se reflejaron inquietas, inmersas en una danza caótica. Por detrás de las lentes, unos ojos relajados, confundibles con el desapasionamiento, se habían fijado sobre mí, sin compromiso, irresponsables. Me llamó la atención su corte de pelo. En la mollera tenía un gran mechón mientras que el resto de la cabeza estaba rapada. Parecía un judío con kippah, sólo que aquí el kippah era orgánico, brotaba del cuerpo.
Tardé unos segundos en reconocerlo. El corte de pelo me había desorientado tanto como los anteojos. Fue a partir de sus ojos y los rasgos de su cara que ese disfraz involuntario cayó y ese personaje hasta entonces ignoto que caminaba por Pellegrini y me miraba sin pasión, se dio un baño de pasado: ¡Era Ezequiel Gatto!
Azorado, no me animé a llamarlo. Entre avergonzado, sorprendido y alegre, lo seguí con la vista hasta que, de pronto, escuché voces que venían del lado opuesto. Me giré: hacia mí corrían unos niños y niñas; detrás de ellos, un adulto avanzaba a paso ligero. Sonó un bocinazo y un auto clavó los frenos justo en la esquina. La ventanilla bajó y la cara sorprendida de un adolescente parecía enmarcada como un retrato. Los niños ya estaban sobre mí, el pibe del auto me señalaba: "¡Es Messi!", gritó. Una de las nenas se abrazó a mi pierna derecha aullando: "¡Lío, Lío!".
Yo volví a girar mi cabeza, buscando a Gatto, a Ezequiel; sentí cómo esta nueva imagen suya, caminando lento por Pellegrini, se instalaba entre aquellas otras más antiguas. Creí que los gritos lo harían girarse, pero nada de eso sucedió. El pibe del auto ya se estaba bajando. De entre la maraña de chicos, brotó una mano con un papel en blanco y una voz dijo: "¿Me firmás un autógrafo, Messi?" Dije: "Sí, dáme el papel". Me senté en el tercer escalón de la entrada al salón. La montonera imberbe invadió por completo mi campo visual. No podía ver otra cosa que fragmentos de brazos, cuerpos, abrigos y cabezas, estaba sumergido en la tibieza de un agrupamiento humano.
Firmé el papel y me puse de pie. Mientras saludaba, comencé a retroceder. El patovica, pendiente, comprendió mi deseo y abrió la puerta. ¡Grande Messi!, gritó el pibe del auto, desde la vereda. Lo saludé con la mano.
Antes de entrar, miré hacia calle San Martín. Gatto seguía su camino.

siete cuentos de Pirandello. Siete: La casa de la agonía


siamo giunti alla fine...













La casa de la agonía

Al entrar, el visitante dijo su nombre pero la vieja sirvienta negra -una mona con delantal- que había abierto la puerta, o no había entendido o lo había olvidado. Por esa razón, desde hacía ya tres cuartos de hora él era, para toda aquella casa silenciosa, alguien sin nombre, "un señor que espera allí". "Allí" significaba en el salón.
En la casa, aparte de la negra -que con seguridad había regresado enseguida a la cocina, no había nadie. El silencio era tal que el tic-tac lento de un antiguo reloj de péndulo, ubicado tal vez en el comedor, se oía pronunciadamente en el resto de las habitaciones, como si fuera el latido del corazón de la casa. Los muebles de cada uno de los cuartos, incluso de los más alejados, gastados pero en buen estado, con algo de rídiculos debido a sus diseños ya pasados de moda, daban la sensación de escuchar el tic-tac del reloj de péndulo, seguros de que nada nunca ocurriría en esa casa y que ellos permanecerían por siempre así, inútiles, admirándose o apiadándose mutuamente; o mejor todavía, pasarían su tiempo dormitando. Los muebles también tienen almas, especialmente los viejos; aquellas provienen de los recuerdos de la casa donde han estado por tanto tiempo. Para corroborar dicha existencia, basta con que un mueble nuevo sea introducido entre ellos. Un mueble nuevo aún no posee alma, pero por el hecho mismo de haber sido elegido y comprado, tiene ya un imperioso deseo de poseerla. En esa situación, se puede observar cómo inmediatamente los viejos muebles lo miran mal: lo consideran una especie de intruso pretencioso, todavía ignorante e incapaz de decir algo, lleno de quien sabe qué tipo de ilusiones. Los otros, los muebles viejos, ya no se hacen ninguna ilusión, por eso están tan tristes: saben que con el tiempo los recuerdos comienzan a desvanecerse y con ellos se va el alma, que poco a poco ira debilitándose. Una vez cumplido esto, permanecen allí, descoloridos si son de tela, oscurecidos si son de madera, absolutamente callados también ellos. Si se da el caso, desgraciado, que algún recuerdo desagradable persista, corren el riesgo de terminar en la basura. Ese viejo sillón que está allí, por ejemplo, experimenta un auténtico tormento al ver el polvo que producen las polillas y que se acumula en una infinidad de montoncitos sobre la tabla de la mesita que está delante suyo, y a la cual aprecia mucho. Él es conciente de ser muy pesado, sabe de la debilidad de sus patas, especialmente de las traseras; tiene temor de ser agarrado por detrás -ojala esto no suceda nunca- arrastrado y desplazado; con esa mesita delante se siente más seguro, al reparo. No querría que las polillas, afeándolo con todos esos groseros montoncitos de polvo sobre la tabla, terminaran provocando su transporte hasta el altillo.

Todas estas consideraciones y observaciones eran realizadas por el anónimo visitante olvidado en el salón. Casi absorbido por el silencio de la casa, habiendo ya perdido su nombre, daba la impresión de haber perdido también su condición de persona, convirtiéndose en uno de esos muebles en los que tanto había pensado, atento escuchar el tic-tac lento del reloj de péndulo que sonaba pronunciadamente, llegando hasta el salón a través de una puerta semiabierta.
De cuerpo pequeño, el visitante casi desaparecía en el gran sillón oscuro de terciopelo violeta sobre el cual se había sentado. Desaparecía, también, bajo las ropas que llevaba. Los bracitos, las manitas casi había que buscarlas bajo las mangas y los pantalones. Era sólo una cabeza calva, dos ojos estirados y dos bigotitos de ratón.
Evidentemente, el dueño de casa había olvidado la invitación de encontrarse que le había hecho. Más de una vez desde que había llegado, el hombrecito se preguntaba si era todavía su derecho permanecer allí sentado, esperándolo, traspasado ya todo límite de tolerancia respecto a la hora acordada. Pero él ya no esperaba al dueño de casa. Más aún, si éste hubiera aparecido, el hombrecito habría experimentado una sensación desagradable. Allí, tendiendo a confundirse con el sillón donde estaba sentado, con sus ojos estirados fijos y una angustia que crecía a cada instante, el visitante esperaba otra cosa, mucho más terrible: un grito que viniera desde la calle, y que le anunciara la muerte de alguien, de un transeúnte cualquiera que pasara por debajo de la ventana de aquel salón de un quinto piso; la muerte de uno de los muchos que caminaban por la calle en ese momento -hombres, mujeres, jóvenes, viejos, niños- produciendo ese murmullo confuso que llegaba a sus oídos. Y todo esto porque un gran gato pardo había entrado al salón sin notar su presencia, pasando por el espacio vacío que dejaba la puerta semicerrada, y de un salto se había subido al alféizar de la ventana abierta.
De todos los animales, el gato es el que menos ruidos hace; no podía faltar en una casa como esta, llena de silencio.
Contra el rectángulo azulado de la ventana se recortaba un vaso con geranios rojos. El azul, antes vívido y ardiente, poco a poco había declinado hacia un violeta, como si la noche -que tardaba en llegar- hubiera echado un soplo de sombras sobre él. Las gaviotas que daban vueltas en bandadas, parecían haber enloquecido a causa de aquella última luz del día y cada tanto lanzaban agudísimos chillidos y se lanzaban violentamente contra la ventana como si quisieran entrar al salón; pero enseguida, ni bien apoyaban sus patas en el alféizar, volvían a levantar vuelo. Pero no todas. Primero una, luego otra, cada tanto, se metían debajo del alféizar. No se llegaba a entender cómo ni tampoco por qué.
Por curiosidad, antes de que el gato entrase, él se había acercado a la ventana, había corrido apenas un poco el vaso de geranios y se había asomado, tratando de encontrar una explicación. Y la había encontrado: un pareja de gaviotas había hecho su nido justo debajo del alféizar de aquella ventana.
Ahora bien, lo terrible de la situación era que nadie de los que continuamente pasaban por la calle, absortos en sus cuestiones y sus tareas, podía ponerse a pensar en un nido que colgaba debajo del alféizar de un ventana de un quinto piso de una de las tantas casas que había en esa calle; ni tampoco en un vaso de geranios rojos puesto sobre ese alféizar, ni mucho menos en un gato que intentaba cazar a las dos gaviotas del nido. Y menos todavía podía pensar en la gente que iba y venía por la calle debajo de la ventana el gato, que ahora, agazapado detrás del vaso, movía apenas la cabeza, siguiendo con los ojos perdidos en el cielo el vuelo de aquellas bandadas de gaviotas que, pasando por frente a la ventana, chillaban ebrias de aire y de luz. Al paso de cada bandada, agitaba apenas la punta de la cola que le colgaba, listo para atrapar con las uñas a la primer gaviota que intentara meterse en el nido.
Él, y solamente él, sabía que ese vaso rojo con geranios, al ser golpeado por el gato, se precipitaría hacia la calle y terminaría su caída en la cabeza de alguien. El vaso ya se había corrido de lugar dos veces debido a los movimientos impacientes del gato; ya estaba casi sobre el borde del alféizar. El hombre respiraba con dificultad y tenía la cabeza cubierta de gotas de sudor como perlas. Le resultaba tan insoportable la ansiedad de aquella espera que hasta llegó a pensar -diabólicamente- ir él mismo, en silencio y agachado, con un dedo extendido, hasta la ventana, y darle el último empujón al vaso, sin esperar a que lo hiciera el gato. Por lo demás, el siguiente golpe, por más leve que fuera, consumaría el hecho. No había nada por hacer.

Al haber sido reducido por el silencio de la casa, él ya no era nadie. Era el silencio mismo, medido por el tic-tac del reloj de péndulo. Él era esos muebles, testigos mudos e impasibles de la desgracia que estaba a punto de suceder allá abajo, en la calle, y de la cual ellos aquí arriba no se habrían enterado jamás. Sólo el la conocía, y de casualidad. Hacía ya un buen rato que no debía estar ahí. Podía hacer de cuenta, entonces, que en el salón no había nadie, y que el sillón al cual estaba como atado por la fascinación de la fatalidad que pendía -allí, en el borde del alféizar- sobre la cabeza de un completo desconocido, se encontraba desocupado. Era inútil que él modificará esa fatalidad: la combinación natural del gato con el vaso de los geranios rojos y el nido de las gaviotas. El vaso estaba allí, precisamente, para ser expuesto en la ventana. Si él lo hubiera movido para impedir la desgracia, habría cumplido su objetivo sólo por hoy; mañana, la vieja sirvienta negra habría colocado nuevamente el vaso sobre el alféizar: justamente porque el alféizar era el lugar de ese vaso. Y el gato, espantado hoy, volvería también mañana a sus intentos de atrapar a alguna de aquellas gaviotas.
Era inevitable.
El vaso había sido empujado todavía un poco más allá: ya estaba casi un dedo por fuera del borde del alféizar.
Él no pudo soportarlo más y huyó. Bajando por la escalera tuvo una idea fugaz: llegaría a la salida justo a tiempo para recibir sobre su cabeza el vaso de geranios que precisamente en ese momento comenzaba a caer desde la ventana.


siete cuentos de Pirandello. Seis: Alguien ríe

lea y difunda!



Alguien ríe


Un rumor circula entre los reunidos:

- Alguien ríe.

Aquí y allá, donde el rumor llega, es como si una serpiente se irguiera, o un grillo cantara, o un espejo reflejara intensa e imprevistamente hasta dañar los ojos.

¿Quién se atreve a reír?

Todos miran en todas direcciones, buscando con ojos fulminantes.

(El salón enorme, iluminado donde esta la masa de invitados por el esplendor de cuatro grandes arañas de cristal, permanece a oscuras en lo alto, en lo tétrico de su polvorienta antigüedad, apagado y desierto. De una punta a la otra, sólo la costra del violento fresco del Setecientos, que ha hecho tanto para confundir en una negritud de noche perpetua el frenesí truculento de la pintura, parece alarmada; uno diría que no ve la hora de que la agitación allí abajo cese y el salón sea finalmente despejado).

Mirando atentamente, quizá fuera posible encontrar alguna que otra cara con una sonrisa afligida, de compromiso, forzada, un estiramiento fruto de la piedad; pero risas auténticas, ninguna. Ahora bien, sonreír por compromiso sería lícito, sería -creo- hasta obligatorio, si es cierto que la reunión -muy seria- quiere también tener el aire de uno de los habituales entretenimientos de la ciudad en tiempos de carnaval. En efecto, sobre una tarima cubierta por una tela negra, una pequeña orquesta de calvos cadavéricos toca sin pretender hacer bailar, y algunas parejas danzan para dar a la reunión una apariencia de fiesta de baile por invitación -casi por mandato- de un grupo de fotógrafos convocados para tal fin.

Pero son tan estridentes los rojos, los celestes de algunos vestidos femeninos y tan escalofriante la fragilidad de algunas espaldas y brazos al descubierto, que casi se llega a pensar que esos bailarines han sido desenterrados especialmente para la ocasión, juguetes vivos de otro tiempo, conservados y recargados ahora artificialmente para dar este espectáculo. Luego de haberlos visto, uno siente de manera muy intensa la necesidad de relacionarse con algo sólido y grosero: he ahí, por poner un ejemplo, la nuca de ese vecino amoratado y con las cejas fruncidas que transpira y se apantalla con un pañuelo muy blanco; un poco más allá, puede observarse la frente de idiota de una vieja señora. Por otra parte, algo llama la atención: sobre la triste mesa de los refrescos, las flores no son falsas, y es por eso que genera tanta melancolía pensar en los jardines de los cuales han de haber sido recogidas esta mañana bajo una llovizna clara que rociaba punzando levemente ¡Y qué lástima da esa rosa pálida ya deshecha que conserva en los pétalos caídos un mórbido olor de carne espolvoreada!

Dispersos aquí y allá por entre la multitud, hay algún que otro invitado vestido de dominó, que parece un compadre tratando de encontrar el funeral.


La verdad es que todos estos invitados desconocen la razón de la invitación. Ha circulado en la ciudad como el llamado a una reunión. Ahora, dudando de qué convenga hacer, si ocultarse o mostrarse (que, por lo demás, ni una cosa no la otra serían simples entre tanta gente), se miran mutuamente, y aquel que ve que lo están mirando justo cuando intentaba replegarse o adelantarse, se aquieta inmediatamente. Es que todos sospechan de todos, y la desconfianza en medio la agitación de la muchedumbre provoca ansiedades que a duras penas se logran contener. Proliferan las miradas a espaldas de los demás: apenas descubiertas se repliegan como serpientes.

-¡Qué sorpresa! Tú también estás.

- Estamos todos, me parece.

Mientras tanto, nadie osa preguntar por qué, temiendo ser el único en ignorar la razón del encuentro (lo cual, en caso que fuera a tomarse una decisión importante, sería una falta terrible). Sin hacerse notar, algunos buscan con la mirada a los dos o tres que se presume deberían saber el por qué. Pero no los encuentran; deben estar reunidos en consulta en alguna sala secreta donde, cada tanto, alguno de los presentes es convocado y acude palideciendo y dejando a los demás en un ansiosa consternación. Se intenta deducir de las cualidades de quien ha sido llamado, de su posición y sus adhesiones, qué es lo que está en discusión allí dentro. Pero no se logra comprender nada, porque poco antes ha sido llamado uno de cualidades exactamente opuestas y adhesiones totalmente contrarias.

A causa de la consternación general por este misterio, la excitación crece de momento a momento. Es sabido que una inquietud se propaga muy rápido y cómo cualquier cosa que vaya pasando de boca en boca se altera hasta el punto de convertirse en algo totalmente diferente. Llegan así, de un extremo a otro del salón, comentarios terribles, capaces de dejarlo a uno aturdido. Y de los ánimos así perturbados brota y se difunde una pesadilla, en la cual, acompañados por los sonidos angustiados y sufrientes de aquella pequeña orquesta, los ruidos confusos que aturden y las reverberancias de las luces en los espejos, desfilan, ante los ojos de todos, los más extraños fantasmas; como si fueran densas burbujas de humo emanando de las conciencias que secretamente ocultan el fuego de los más inconfesados remordimientos. Proliferan los recelos, los temores y las sospechas de todo tipo. En muchos de los presentes, el impulso instintivo de salir corriendo inmediatamente en busca de un refugio produce los más diversos e imprevisibles efectos: está el que parpadea constantemente, el que mira sin ver al que tiene al lado y le sonríe tiernamente, el que abotona y desabotona sin cesar un botón del chaleco. Mejor hacer la vista gorda. Pensar en cosas lejanas: sobre la Pascua, que este año cae en marzo y no en abril; sobre uno que se llama Buongiorno… ¡Pero cómo asfixia este intento de disimular frente a nosotros mismos!

El hecho de que alguien ría (si eso es cierto) no debería producir tanto escándalo, visto el estado de ánimo en que se encuentran todos. ¡Pero lo produce! ¡Y cómo! Suscita un violentísimo rechazo, y esto, precisamente, porque todos están tan sensibles que toman como una ofensa personal el hecho de que se pueda tener el coraje de reír abiertamente. La pesadilla pesa tan gravemente sobre todos debido a que nadie considera lícito el reírse. Si alguien comenzara a reír y los demás siguieran su ejemplo, si toda esta pesadilla se resolviese de repente en una estruendosa carcajada general, ¡adiós a todos los problemas! Es necesario que ante tantas incertidumbres y susceptibilidades de ánimo se crea que la reunión de esta noche es algo muy serio.


Pero ¿existe verdaderamente alguien que continua riendo, no obstante las voces que circulan desde hace ya un rato en la reunión? ¿Quién es? ¿Dónde está? Es preciso atraparlo, agarrarlo del pecho, empujarlo contra la pared y entonces, todos juntos, con los puños apuntándole, preguntarle por qué ríe y de quién.

Parece que no es un solo. ¿Ah, no? ¿Más de uno?

Dicen que son al menos tres.

¿Cómo es posible? ¿Se han puesto de acuerdo o cada cual lo hace por su cuenta?

Parece que se han puesto de acuerdo. ¿

Ah, sí? ¿Han venido, entonces, con el propósito deliberado de reir?

Así parece.


La primera en ser descubierta ha sido una muchacha vestida de blanco, con la cara colorada, floreciente, algo torpe, que se revolcaba de la risa en un rincón del salón que está de aquella parte. Al principio no se le prestó atención, tal vez por ser mujer, tal vez por su edad. Ha perturbado el sonido inesperado de su carcajada, algunos se han vuelto para mirar, como quien siente la molestia de una impertinencia, de un gesto un tanto arrogante, si se quiere, pero perdonable. No es nada: sólo una risa de niña, por lo demás inmediatamente abortada, al verse la muchacha observada. Si bien escapó de ese rincón, doblada sobre sí y tapándose la boca con sus dos manos, sin dudas ha provocado cierta molestia el hecho de continuara riendo en la otra parte del salón; en estallidos espasmódicos, tal vez a causa de la presión que se había autoimpuesto al huir.

¿Una niña? ¿Están tan seguros? Ahora se sabe que tiene, como mínimo, dieciséis años, y dos ojos que parecen en llamas. Da la impresión de estar huyendo de una sala a la otra, como si alguien la persiguiera. Sí, sí, efectivamente alguien la persigue: es un jovencito muy hermoso, rubio como ella, que ríe también como un loco al perseguirla; y que cada tanto se detiene desconcertado por la impertinencia de ella al escabullirse por todas partes sin problemas. El jovencito quisiera conservar la compostura, pero no lo logra; se gira para un lado y para otro, como si escuchara que lo llaman; y se muerde los labios para contener un impulso de hilaridad que borbotea por dentro y le provoca temblores en el estómago. Y hé aquí que han encontrado también al tercero: un hombre pequeño, elástico, que va bamboleándose y golpeando sus cortos brazos contra la panza redonda y dura como si fueran dos palillos y un redoblante; la calvicie reluciente entre una corona roja de cabellos enrulados; una cara beata en la cual la nariz ríe más que la boca, y los ojos más que la boca y la nariz, y también ríe su mentón, y ríe la frente, y hasta ríen sus orejas. Vestido de frac, como todos los demás. ¿Quién lo ha invitado? ¿Cómo se han introducido los tres en la reunión? Nadie los conoce. Ni siquiera yo. Pero sí sé que el señor es el padre de los dos chicos, un hombre de buen pasar que vive en la campaña con su hija mientras el hijo sigue sus estudios en la ciudad. Deben haber caído en esta fingida fiesta de baile por pura casualidad. Quién sabe qué cosas se habrán estado diciendo entre ellos mientras venían, que códigos y chistes secretos habrán establecido, qué burlas que sólo ellos comprenden. Son como pólvora en reserva, coloreada, de fuegos de artificio, listas para explotar ante el mínimo incentivo -incluso una mirada de pasada. Es evidente que no pueden estar uno cerca del otro: se buscan con los ojos, pero desde lejos, y apenas se visualizan voltean la cara y se la cubren con las manos: entonces, sueltan carcajadas que son realmente escandalosas en medio de tanta seriedad reinante.

La obsesión por la seriedad es tan fuerte, envolvente y sofocante en todos que ninguno logra siquiera suponer que esos tres puedan estar en otra cosa, lejos, y que tengan para sí una inocente y quizá tonta razón para reír así, por nada. La muchacha, por ejemplo, por tener dieciseis años y por estar habituada a vivir como una potrilla en medio de un prado florecido, desbocándose con cada movimiento del aire y corriendo feliz, no sabe por qué está riendo: podría jurarse que no se da cuenta de nada, que no sospecha en lo más mínimo el escándalo que está provocando junto al padre y a su hermano, ambos también festivos, ajenos a todo y lejos de cualquier sospecha posible.

Por eso, cuando finalmente se han reunido los tres en un sillón en la sala de allá -el padre en el medio, entre el hijo y la hija-, contentos, exhaustos y con un profundo deseo de abrazarse a causa de lo mucho que se han divertido (un deseo que brotó de la alegría de todas aquellas hermosas carcajadas cual estruendos de efímeras espumas), y ven venir hacia ellos desde las tres grandes puertas vidriadas a la marea de los invitados, lentamente, muy lentamente, con melodramático paso de tenebrosa conjura, no entienden qué está pasando.

No creen que esa extraña maniobra les pueda estar dedicada; intercambian miradas, todavía sonrientes. Pero la risa se va trocando poco a poco en un creciente aturdimiento, hasta que, no pudiendo ya ni huir ni retroceder, casi aplastados contra el respaldar del diván, ya no aturdidos sino aterrados, elevan instintivamente las manos como para parar a la muchedumbre que, continuando su avance, ya está sobre ellos. Terrible. Los tres principales, que por el hombre y sus hijos y no por otra cosa habían estado reunidos en una sala secreta, que se habían juntado a deliberar debido al rumor que circulaba sobre su risa inadmisible, han decidido darles una castigo solemne y memorable. Han entrado por la puerta del medio y han pasado entre todos hasta llegar adelante, con las capuchas del dominó bajas hasta el mentón y burlonamente esposados con tres toallas, como si fueran reos próximos a ser castigados que vienen ahora a implorarles piedad. Apenas están frente al diván, una sarcástica carcajada de toda la multitud explota estruendosa y retumba horriblemente varias veces en todo el salón. Aquel pobre padre, desconcertado, gesticula temblando, alcanza a agarrar a cada uno de sus hijos por un brazo y, todo encorvado, con temblores que le destrozan los riñones, incapaz de entender cualquier cosa, escapa, perseguido por el terror de que, de repente, todos los habitantes de la ciudad hayan enloquecido.









siete cuentos de Pirandello. Cinco: El viaje

vado avanti con las traducciones, saludos!

El viaje

Hacia ya trece años que Adriana Braggi no salía de la antigua casa, silenciosa como una abadía, donde había entrado como esposa siendo todavía muy joven. Ya ni siquiera detrás de las ventanas la veían los escasos transeúntes que cada tanto subían por esa calle en pendiente algo abrupta; una calle tan solitaria que la hierba crecía entre las piedras. A los veintidós años, tan sólo cuatro años después de su matrimonio, con la muerte del esposo casi había muerto ella también. Ahora tenía treinta y cinco y, como el primer día de la desgracia, vestía de negro; un pañuelo negro, de seda, escondía sus hermosos cabellos ya no tan cuidados, apenas divididos en dos partes anudadas en la nuca. Sin embargo, una serenidad melancólica y dulce sonreía en su rostro pálido y delicado.

Nadie se sorprendía de esta clausura en aquel pequeño pueblo del interior de Sicilia, donde las rígidas costumbres por muy poco no obligaban a la esposa a acompañar a su marido a la tumba. Las viudas debían permanecer encerradas, en luto perpetuo, hasta la muerte. [...] Llegando donde las callecitas terminaban, la visión de la extensión ondulante de las tierras ardientes por el azufre acongojaba. En todas las casas, incluidas las pocas que eran señoriales, faltaba el agua; en los amplios patios y en los comienzos de las calles había viejas cisternas a merced del cielo: pero hasta en invierno llovía poco; [...]

Los hombres, quién más quién menos, hallaban en las vicisitudes de los asuntos cotidianos, en la lucha de los partidos locales, en el Café o en las Casas de compañía por la noche, formas de distraerse. Pero las mujeres, sobre las cuales desde la infancia se había trabajado para esterilizarlas de cualquier rasgos instintivo de vanidad, casadas no por amor, luego de haber llevado adelante las mismas tareas serviles de siempre, languidecían míseramente con un niño en el regazo o con el rosario en la mano, esperando que el hombre, el dueño, regresara a casa.

Adriana Braggi no había amado en absoluto al marido. De constitución débil y en continua agitación a causa de su precaria salud, ese marido la había oprimido y torturado durante cuatro años, celoso hasta de su hermano mayor, al cual, al haberse casado con ella, era conciente de haber inflingido una terrible injusticia, una auténtica traición. En aquel pueblo todavía se acostumbraba que, de todos los hijos hombres de una familia rica, solamente el mayor debía casarse, para que los bienes del linaje no se desparramaran entre muchos herederos.

Cesare Braggi, el hermano mayor, no había manifestado jamás algún malestar por aquélla traición. Tal vez porque el padre, que murió poco antes de la boda, había dispuesto que el jefe de la familia fuera él y que el segundogénito recién casado le debiera obediencia absoluta.

Al hacer su ingreso en la antigua casa de los Braggi, Adriana había experimentado una cierta humillación al saberse tan ligada al cuñado. Su condición era doblemente penosa e irritante desde el momento en que su propio marido, preso de la furia de los celos, le había dado a entender que Cesare había especulado en algún momento con tomarla en matrimonio. Ya no supo qué hacer para controlarse frente a su cuñado, y la vergüenza se había incrementado tanto más cuanto menos el cuñado le había hecho sentir la potestad que poseía sobre ella. Al contrario, había sido acogida desde el primer día con franca simpatía y tratada como una verdadera hermana. El cuñado era un hombre de finos modales; en el hablar, en el vestir y en todos los demás rasgos era poseedor de una exquisita señorialidad natural que ni el contacto con la ruda gente del pueblo, ni los asuntos a los que se dedicaba, ni la inclinación a una pereza relajada que la mísera y vacía vida provinciana inducía durante varios meses al año, habían podido ya no embrutecer, sino ni siquiera alterar.


Cada año, por varios días, a veces más de un mes, el cuñado se alejaba de la ciudad y de sus asuntos. Iba a Palermo, a Napoli, a Roma, a Firenze, a Milano a zambullirse en la vida, a tomar –como él mismo decía- un baño de civilización. Volvía de aquellos viajes con el cuerpo y el alma rejuvenecidos. Adriana, que nunca había dado un paso fuera del pueblo natal, al verlo entrar de esa manera en la gran casa antigua, donde el tiempo parecía estancado en un silencio mortuorio, probaba cada vez una secreta e indefinible turbación. El cuñado parecía emanar el aire de un mundo que ella no alcanzaba a imaginar. La turbación aumentaba al oír las estridentes carcajadas de su marido al escuchar la narración de las sabrosas aventuras de su hermano; y por la noche se convertía en asco y desprecio, cuando el esposo iba a buscarla a la habitación, en llamas, sobreexcitado, puro deseo. El asco y el desprecio eran por el marido, tanto más intenso cuanto más percibía el respeto reverencial que su cuñado le dedicaba a ella.

Al morir el marido, Adriana experimentó una angustia espantosa frente a la idea de quedar sola con él en la casa. Tenía a sus dos pequeñitos nacidos durante esos cuatro años. Pero madre y todo, no había logrado superar, en la relación con su cuñado, la timidez propia de una niña. Esta timidez nunca antes se había convertido en causa de retraimiento. Pero ahora sí, y culpaba a su marido celoso, que la había oprimido con los modos más desconfiados y desleales de la vigilancia.

Cesare Braggi, con exquisita premura, había invitado a la madre de ella a venir a vivir junto a su hijita viuda. De esa manera, poco a poco, Adriana, liberada entonces de la insoportable tiranía del marido y con la compañía de su madre, había podido, si no alcanzar la paz absoluta, al menos tranquilizar su espíritu. Se había entregado completamente al cuidado de sus hijitos, prodigándoles el amor que no había encontrado manera de expresarse en el desgraciado matrimonio.

Como en el pasado, Cesare continuó haciendo sus viajes de un mes por el Continente, trayendo regalos para ella, para la abuela y para los sobrinitos, a quienes les había destinado las más delicadas atenciones paternas. La casa, sin la presencia masculina, inspiraba temor a las mujeres, especialmente por la noche. Los días en que él se ausentaba a Adriana sentía que el silencio, vuelto entonces más profundo y oscuro, tenía suspendido sobre la casa un terrible desastre ignorado. Y con un terror infinito escuchaba el crujir de la polea de la antigua cisterna que estaba al comienzo de la calle, cuando el viento sacudía la soga. ¿Pero podía acaso, por consideración hacia aquellas dos mujeres y aquellos dos niños que en el fondo no le pertenecían, privarse Cesare de la única distracción a la que se entregaba luego de un año de trabajo y aburrimiento? Habría podido no preocuparse en lo más mínimo por ellos, hacer su vida, libre ya que el hermano con sus actos le había impedido formar una familia; en cambio -¿cómo no reconocerlo?- dejando aparte aquellas breves vacaciones, se dedicaba de lleno a la casa y a los sobrinitos huérfanos.

Con el tiempo, la amargura había abandonado completamente el corazón de Adriana. Los pequeños crecían y ella era feliz de que lo hicieran bajo la guía del tío. Su abnegación era absoluta, tanto que se sorprendía si el cuñado o los hijos se oponían a algún gesto sobreprotector suyo. Sentía que nunca hacia lo suficiente. ¿En qué pensar, sino en ellos? Había sido muy dolorosa para ella la muerte de la madre: notaba su ausencia. Hacía ya tiempo que se dirigía a ella como si fuera una hermana; sin embargo, con la madre a su lado, podía pensarse a sí misma joven, como era de hecho. Desaparecida su madre, y madre ella de dos hijos devenidos ya jovencitos de catorce y dieciséis años altos como el tío, comenzó a sentirse y considerarse vieja.

Así se encontraba la primera vez que percibió un leve malestar, un cansancio. Sintió presión en un hombro y en el pecho; un dolor sordo invadía a veces su brazo izquierdo, cada tanto se volvía una punzada que le quitaba la respiración. No profirió queja alguna. Quizá nadie nunca se hubiera enterado de no ser porque un día, sentados a la mesa, fue asaltada por uno de esos violentos espasmos imprevistos. Llamaron al viejo médico de la familia, quién quedó consternado al informarse de los síntomas. Y aún más se sobresaltó luego de examinar cuidadosamente a la enferma: el problema estaba en la pleura. ¿Pero en qué consistía? El viejo médico, ayudado por un colega, probó primero con una punción pleural, sin obtener éxito. Luego, notando un cierto endurecimiento de la zona escapular, aconsejó al señor Braggi trasladar inmediatamente a su cuñada a Palermo. Dio a entender que temía que fuera un tumor, tal vez incurable.


No fue posible partir enseguida. Adriana, luego de trece años de encierro y aislamiento, estaba totalmente desprovista de vestidos aptos para aparecer en público y para viajar. Fue necesario escribir a Palermo para resolver el problema a la brevedad.

Adriana trató de oponerse de todas las maneras, asegurando al cuñado y a sus hijos que no se sentía tan mal. ¿Un viaje? Se estremecía de solo pensarlo. Además, coincidiría con el momento en que Cesare habitualmente partía hacia a sus vacaciones de un mes. Yendo con él le habría quitado su libertad y cualquier tipo de placer. No podía aceptar eso, bajo ninguna circunstancia. Y además ¿quién cuidaría de los niños? ¿quién se ocuparía de la casa? Anteponía todos estos obstáculos, pero el cuñado y los hijos derrumbaban cada uno de ellos a base de carcajadas. Se obstinaba en decir que el viaje empeoraría su salud. ¡Dios mío!, si ni siquiera sabía cómo eran las calles. ¡No habría sabido moverse ni un centímetro! ¡Por favor, por favor, que la dejaran en paz!

Cuando desde Palermo llegaron los vestidos y los sombreros, para los hijos fue una fiesta. Entraron gritando a la habitación de la madre, con las enormes cajas envueltas en hule en sus brazos. ¡Tenía que probárselos ahora mismo! Querían ver linda a su mamita, como nunca la habían visto. Y tanto insistieron, tanto hicieron, que debió ceder a sus deseos. Eran vestidos negros, también ellos de luto, pero finísimos y elaborados con maravillosa maestría. [...] Desde detrás de la puerta, mientras tanto, los hijitos la acosaban: “¿Estás lista mamá? ¿Te falta mucho todavía?” ¡Como si la madre estuviera preparándose para una fiesta! No pensaban en las razones por las cuales esos vestidos habían llegado hasta ahí; a decir verdad, tampoco ella pensaba en eso ahora.

Cuando, aturdida, acalorada, alzó la vista y se miró en el espejo del armario, experimentó una sensación violentísima, casi vergonzosa. Ese vestido, dibujándole con impúdica elegancia las caderas y los senos, le daba la figura y el aire de una jovencita. Se sentía vieja desde hacía un tiempo: se descubrió, de repente, en ese espejo, joven y hermosa. ¡Otra persona! “¡No! ¡No! ¡Imposible!”, gritó, girando el cuello y levantando una mano para sustraerse de aquella visión. Los hijos, al escuchar la exclamación, comenzaron a golpear con más fuerza la puerta; trataban de empujar con las manos y los pies, le gritaban que abriese, que la querían ver. ¡No! ¡Ni hablar! Se avergonzaba. ¡Era una caricatura! No, no. Pero los hijos amenazaron con tirar abajo la puerta. Entonces, abrió. Los niños también quedaron deslumbrados antes esa transformación imprevista. La mamá trataba de protegerse de sus miradas repitiendo “¡No! ¡Déjenme sola, es imposible! ¿Están locos?” En ese preciso momento, llegó el cuñado. ¡Qué terror! Intentó escapar, esconderse, como si la hubiera sorprendido desnuda. Pero lo hijos la sujetaron y se la mostraron al tío, que reía de su vergüenza. “¡Pero si te queda realmente bien!”, dijo él finalmente, recuperando la seriedad. “Dale, deja que te mire”. Trató de levantar la cabeza. “Parezco disfrazada...” “¡Pero no! ¿Por qué? En realidad, te queda muy bien. Giráte un poco... así, de costado”. Obedeció, intentó aparentar calma; pero el seno, contorneado por el vestido, se le levantaba con cada respiro, traduciendo la agitación interior causada por ese examen atento y tranquilo que él, experto conocedor, estaba llevando adelante. “Está muy bien. ¿Y los sombreros?” “¡Parecen canastas!”, exclamó Adriana, casi espantada. “Sí, cierto, los usan enormes”. “¿Cómo voy a hacer para calzármelo en la cabeza? Voy a tener que peinarme de otra manera”. Cesare volvió a mirarla, tranquilo, sonriente; dijo: “¡Pero sí!, tenés tantos sombreros...” “¡Sí, sí! ¡Bien, mamita! ¡Peináte enseguida!, aprobaron los niños. Adriana sonrió tristemente: “¿Ven lo que me hacen hacer?”, dijo, dirigiéndose también al cuñado.

La partida fue establecida para la mañana siguiente.


¡A solas con él! Lo estaba acompañando en uno de aquellos viajes en los cuales, tiempo atrás, pensaba perturbada. Un único temor la invadía: que él, dedicándole su atención, tranquilo como siempre, la viera asustada. Frente a aquella tranquilidad tan natural, se habría sonrojado a causa de lo injustificado de su temor si no fuera porque, con una ficción concientemente construida, precisamente para evitar la vergüenza y darse confianza a sí misma, le había buscado otra razones: la novedad misma del viaje, la enorme cantidad de sensaciones y percepciones extrañas, hasta ahora, a su alma cerrada y esquiva. Atribuía el esfuerzo realizado (el cual, así interpretado, no habría tenido nada de reprobable) a la conveniencia de no dejarse ver maravillada por las nuevas cosas de frente a alguien que, luego de tantos años de experiencia y dueño de sí, habría podido sentirse fastidiado. Se habría visto ridícula, además, a su edad, con esa curiosidad casi infantil que le quemaba los ojos. [...]

Viajaba en tren por primera vez. A cada instante, con cada giro de las ruedas, tenía la sensación de estar internándose en un mundo desconocido que, de improviso, se creaba en su espíritu con imágenes que aunque estuvieran cerca le parecían lejanas y le daban, junto al placer de mirarlas, una sensación de pena sutil e indefinible: la pena de que todo aquello existiera desde siempre mas allá y fuera de su vida y hasta de su imaginación. La pena de ser una extranjera entre aquellas impresiones, de estar de paso; la pena de saber que sin ella habrían continuado viviendo sus propias existencias. [...] Al volver la vista se encontraba a veces con la mirada y la sonrisa del cuñado que le preguntaba: “¿Cómo te sentís?” Ella respondía haciendo un señal con la cabeza: “Bien”. [...]

Al día siguiente, en Palermo, bajando de la casa del médico clínico luego de una larga visita, comprendió todo gracias al esfuerzo que hacía el cuñado para esconder su consternación, al tono preocupado con el cual éste había pedido que le explicaran, por segunda vez, la forma de administrar la medicina y al tono de la respuesta del médico. Comprendió que éste había declarado su sentencia de muerte, y que aquella mezcla de venenos en gota, a tomar dos veces al día antes de las comidas, no era otra cosa que un engaño piadoso, un viático para su lenta agonía. Salió, todavía un poco aturdida y disgustada por el difuso olor a éter que había en la casa del médico. Emergió desde las sombras de la escalera y llegó a la calle iluminada por el sol del atardecer; un cielo en llamas que del lado del mar parecía lanzar un inmenso nubarrón resplandeciente sobre la avenida larguísima. Y vio, entre los vehículos inmersos en ese resplandor dorado, la multitud hormigueante con sus rostros y ropajes salpicados de reflejos purpúreos, los distintos resplandores de las luces, los reflejos coloreados como si fueran piedras preciosas, de las vidrieras, de los carteles, de los espejos de los comercios. ¡La vida, la vida! ¡La pura vida! Sintió cómo su alma se desordenaba a causa de la conmoción de sus sentidos, envueltos en una embriaguez casi divina. No pudo experimentar ni la menor angustia, ni el más efímero pensamiento sobre su muerte próxima e inevitable, que ya la habitaba, acurrucada bajo el omóplato izquierdo, donde cada vez eran más agudas las puntadas. ¡No, no! ¡La vida, la vida! Y aquella conmoción interna que le sacudía el espíritu presionaba su garganta, donde algo, algo como una pena antigua instalada en lo más hondo de su ser había quedado atragantado. Entre tanta alegría, lloraba. “Nada... no es nada...”, dijo al cuñado con una sonrisa que las lágrimas en los ojos hicieron más luminosa. “Creo estar... no sé... Vamos, vamos...” “¿Al hotel?” “No... no...” “Entonces vamos a cenar al Chalet a mare, al Foro itálico ¿querés?” “Sí, donde quieras”. “Perfecto ¡Vamos! Después de cenar vamos a ver el paseo del Foro, a escuchar música...” Se subieron a un coche y fueron al encuentro de aquel nubarrón resplandeciente y enceguecedor.


¡Ah, qué increíble velada fue aquella para Adriana! En el Chalet a mare, bajo la luna, con la vista del Foro iluminado y recorrido por un estruendo continuo de coches centelleantes, el olor de las algas que venía del mar, el perfume de los azahares llegando desde los jardines. Estaba desorientada, como en un encanto sobrehumano, al cual una cierta angustia le impedía abandonarse completamente. La angustia disparada por la duda que no fuera real todo cuanto estaba viendo. Se sentía alejada, alejada de sí misma, sin memoria ni conciencia ni pensamiento; en una infinita lejanía soñada. [...] Sin querer, se giró a mirar al cuñado, y le sonrió, por gratitud. Pero enseguida, esa sonrisa le despertó una profunda ternura por sí misma, condenada a morir. ¡Justo ahora, que se asomaban frente a sus ojos estupefactos tantas maravillas! Una vida que hubiera podido ser la de ella, como lo era para todas las criaturas que vivían allí. Y pensó que tal vez había sido una crueldad llevarla de viaje. [...] Propuso al cuñado que regresaran ese mismo día. Quería volver a casa, liberarlo luego de esos cuatro días sustraídos a sus vacaciones. Él habría perdido un día más en acompañarla, pero luego podría retomar su camino anual por países lejanos, situados más allá de ese mar azul oscuro. Podría ir sin miedo, ella de seguro no moriría durante ese mes. No le dijo todo esto, sólo lo pensó. Le rogó por favor que la acompañara al pueblo. “No. ¿Por qué?”, le respondió él. “Ya que llegamos hasta acá, ahora venís a Napoli conmigo. Para mayor seguridad, consultaremos a otro médico”. “No, Cesare. No. Por favor. Déjame volver a casa. ¡Es inútil!” “¿Por qué? En absoluto. Va a ser mejor. Para mayor seguridad”. “¿No es suficiente con lo que nos hemos enterado aquí? No tengo nada, me siento bien ¿ves? Haré el tratamiento. Con eso alcanzará”. Él la miro seriamente y dijo: “Adriana, quiero hacerlo de este modo”. Ella ya no pudo replicar. Vio en sí misma a la típica mujer de su pueblo: esa que no debe oponerse a lo que el hombre considera justo y conveniente. Pensó que él tal vez quisiera para sí la tranquilidad de no haberse conformado con una sola consulta, la tranquilidad de escuchar a la gente del pueblo, luego de la muerte de ella, decir: “Él hizo de todo para salvarla. La llevó a Palermo, hasta Napoli la llevó...” ¿O realmente tenía la esperanza de que algún buen médico de un sitio más lejano dictaminara que su mal era curable? ¿Esperanzas en que descubriera un remedio para salvarla? O quizá... y esto era lo más creíble, sabiendo que lo suyo no tenía solución, él quería aprovechar este viaje con ella y proveerle una última y extraordinaria distracción, algo con que compensar la crueldad de la suerte. Pero ella estaba aterrada, aterrada de tener que atravesar todo ese mar. Era suficiente mirarlo y pensar en ello para que se le cortara la respiración, como si tuviera que cruzarlo a nado. “A esta altura del año, ni te vas a enterar que estás navegando. ¿Ves que tranquilo está? Además vas a conocer el barco de vapor... No te va a pasar nada”. ¿Acaso podía confesarle el oscuro presentimiento que la angustiaba frente a la visión de ese mar? Pensaba que si partía de viaje, si se despegaba de la costa de la isla –que ya le parecía tan alejada de su pueblo, y tan nueva- donde había experimentado una confusión tan extraña e intensa, y se aventuraba con él, desorientada, en el tremendo y misterioso más allá de ese mar, ya no habría regresado a su hogar, ya no habría surcado esas aguas en sentido contrario. Ya no lo haría sino muerta. No podía confesar este presentimiento ni siquiera a ella misma; y creía realmente en lo horroroso del mar, por la única razón de que no lo había visto nunca antes ni de lejos. Y, ahora ¿tendría que estar sobre él...?

Se embarcaron esa misma noche hacia Napoli. [...] Él sonrió frente a ese temor y la invitó a ponerse de pie. Luego, con una intimidad que hasta ahora no se había permitido, cruzó su brazo con el de ella, para sostenerla. La condujo a ver desde la cubierta los poderosos y brillantes pistones de acero que movían las hélices. Pero ella, aturdida por ese contacto insólito, no pudo resistir a ese paisaje ni al aire tibio, un tufo grasoso producto de la vaporización: se mareó y estuvo por apoyar la cabeza sobre el hombro de él. Se contuvo enseguida, casi aterrada por el deseo instintivo de abandono al cual había estado a punto de ceder. Él, solícito, le preguntó: “¿Te sentís mal?”. Con la cabeza, sin poder hablar, ella le respondió no.

Caminaron así, tomados del brazo, hasta la popa para mirar la larga estela ardiente y fosforescente sobre el mar ennegrecido por el cielo empolvado de estrellas hacia el cual el enorme tubo de la chimenea exhalaba continuamente el humo denso y lento, incandescente por el calor de la máquina. Para completar el encanto, apareció la luna. Primero, entre los vapores del horizonte, como una lúgubre máscara de fuego que se asoma amenazante a espiar en silencio sus dominios acuáticos. Luego, aclarándose poco a poco, delineándose precisa con su níveo fulgor, se extendió en el mar como un temblor argento sin fin. Y entonces, Adriana sintió crecer como nunca la angustia y el espanto que le producía ese deseo, que la envolvía y la arrastraba, de esconder, exhausta, su rostro en el pecho de él.

Sucedió en Napoli, a la salida de un café-concert donde habían cenado y pasado la velada. En sus viajes anuales, al salir por la noche de ese tipo de lugares, Cesare lo hacía usualmente con una mujer del brazo. Al ofrecérselo a ella ahora, percibió de repente bajo el gran sombrero negro con plumas el brillo de una mirada encendida. Inmediatamente, casi sin proponérselo, con un tirón apretó ambos brazos contra su pecho. Fue suficiente. El incendio se desató. Ahí, en la oscuridad, en el coche que los llevaba de vuelta al hotel, enlazados, con las bocas insaciables, una sobre otra, se dijeron todo. En pocos momentos, todo lo que él, en un instante, un relámpago, ante el brillo de aquella mirada, había adivinado: la vida de ella en tantos años de martirio y silencio. Ella dijo cuánto, desde siempre, siempre, sin pensarlo, sin saberlo, lo había amado; él, cuánto, desde jovencita, la había deseado, soñando con hacerla suya. Eso: ¡suya, suya!


Fue un delirio, un frenesí al que el afán de cobrarse en pocos días tantos años perdidos en fiebres sofocadas y ardores escondidos dieron un impulso inagotable. Tenían la necesidad de enceguecerse, de extraviarse, de no verse como hasta ahora se habían visto, siempre cuidando la compostura en aquel pueblo ínfimo de rígidas costumbres, para el cual ese amor, esa futura boda, habrían aparecido como un sacrilegio inaudito. ¿Qué boda? ¡No! ¿Por qué habría de constreñirlo a ese acto, sacrílego a la vista de todos? ¿Por qué ligarlo a ella, ahora, con tan poco tiempo de vida por delante? No, no: el amor, el amor frenético y arrollador en aquel viaje de pocos días. Viaje de amor, sin regreso; viaje de amor hacia la muerte. Ya no podía regresar al pueblo, volver a ver a sus hijos. Lo había presentido, al partir: sabía que, cruzando el mar, todo habría terminado para ella. Y ahora, adelante, adelante, quería avanzar, ir más arriba, más lejos, del brazo de él, ciega, hasta la muerte. Y así fue como pasaron por Roma, por Firenze, por Milano, casi sin ver nada. La muerte que anidaba en ella la fustigaba con sus aguijoneos, fomentando su ardor. “¡No es nada!”, decía ante cada asalto del dolor. “No es nada...” Y ofrecía su boca, con la palidez de la muerte sobre el rostro. “Adriana, vos estás sufriendo...”. “¡No, no es nada! ¿Qué importa?”

El último día en Milano, poco antes de partir hacia Venezia, se miró al espejo. Estaba desecha. Luego del viaje nocturno, cuando emergió en el silencio del alba la visión onírica, soberbia y melancólica, de la ciudad surgiendo del agua, comprendió que había llegado a su destino. Su viaje debía concluir allí.

Quiso disfrutar de su día Venezia. Por la tarde y por la noche, viajando en góndola por los canales silenciosos. Permaneció despierta durante toda la noche, con una extraña impresión sobre ese día: un día de terciopelo. ¿El terciopelo de la góndola? ¿El terciopelo de las sombras de ciertos canales? ¡Quién sabe! El terciopelo del ataúd.

A la mañana siguiente, cuando él salió del hotel para entregar en el Correo algunas cartas con destino a Sicilia, ella entró en su habitación. Descubrió sobre la mesa de luz un sobre cerrado. Reconoció la caligrafía de uno de sus hijos. Se llevó el sobre a la boca y lo beso desesperadamente. Luego, volvió a su habitación. Extrajo de la cartera de cuero la ampolla con la mezcla de venenos intacta. Se tiró sobre la cama con la sábanas todavía revueltas de la noche anterior y la bebió de un trago.