de la violencia

"Uno descubre rápidamente que la Resistencia Pasiva de Ghandi no es una filosofía no-violenta después de todo. Por el contrario, es una de las filosofías más violentas alguna vez ideada por la mente humana. la diferencia sobre ella consiste en que no se ve el daño que produce y que, mientras el enemigo es arrullado por la ilusión de moralidad e intenciones pacíficas, el arma de destrucción es esgrimida tan invisible y efectivamente que su poder de impacto es, en el plano práctico, catastrófico. Por lo tanto no es acertado decirque Gandhi eliminó la violencia de la Revolución. Lo que hizo fue volverla invisible".



Obi Egbuna, 1968

acorde

"Todo está siempre adelante, todo es gesto inmediato, la palabra siguiente; empalmado con el presente o como sea que se llame esto que me contiene y dentro de lo cual hago montones de cosas que a menudo me sorprenden. Ya sea porque no me creía capaz de hacerlas; o porque al consumarlas, descubro que lo cierto está allí en una sola estructura -lo que siento y lo que pienso, transformado en acto-. algo así como escuchar un piano o encontrarse tocándolo en el mismo increíble instante de la emoción".



Miguel Grinberg

Revista Eco Contemporáneo

1963

Charlie Egg - Superporsición (2009)

Le había dicho a Charlie que tenía ganas de escribir algo sobre su último disco (aunque este sustantivo -disco- ya no tenga mucho sentido: Superposición no es un disco, es una producción musical sin traducción material que se puede bajar desde allá).
Me dijo: Buenísimo, escribíla.



Superposición

PXCD: 075

2009

La cosa empieza hablada: se atraviesa un pasillo inmaterial, repleto de gente dialogando en lenguas diversas; recorremos por dentro los vericuetos de la torre de Babel. Oímos a sus constructores.
Avanzamos unos pasos y las voces comienzan a apagarse; uno de los primeros intrumentos musicales de que dispuso el ser humano va dejan paso a otros, también entre los primeros: los objetos concretos y sus posibilidades sonoras terminan por devorarse sin violencia a las palabras.
Pero aquí no hay tiempo para parir hábitos y entonces todo se va llenando de mediaciones eléctricas: guitarras psicodélicas y espaciales, viajes hacia dentro y hacia arriba, retratos auditivos de un momento histórico bien determinado. Un momento, quizá el último, en que la heroicidad encontró sus acordes. Fue entonces que pudimos ser héroes por una (última) vez.
La electrónica hace su ingreso barriendo aquellas ilusiones. Los arreglos de Charlie Egg (experto colocador de filtros, synthes y ruidos concretos) funcionan aquí como un túnel, un pasaje sonoro que, lentamente y previo paso por sonoridades que hacen pensar en una suerte de minimal technorock, nos van depositando en el ambient. Las notas oscilan, vacilan: "varios niveles de atención en la escucha son alojados sin imponer ninguno en particular" (Brian Eno, 1978).
Y de repente, la dispersión se condensa, el ambient vuelve a dejar paso a presencias específicas. Guitarras y sintetizadores reverberando. Hemos dejado atrás los aeropuertos británicos y/o alemanes: el vuelo aterriza en la Jamaica de King Tubby y Lee Scratch Perry y el lugar está buenísimo para recorrerlo (el dub siempre me hace pensar en un género musical hecho por gente que camina alegre, resignada y melancólica).

Superposición es la combinación de sonidos y géneros donde priman las transiciones delicadas, moduladas a partir de y en conglomeraciones sonoras heterogéneas. Una especie de homenaje a lo múltiple.

(Podrían ser más o menos pero son) cinco huellas de Gomorra


tiempo atrás vi Gomorra...

tiempo después, escribí esto:


1.

Gomorra es una película sin protagonistas principales. Aún si existen cuatro o cinco personajes que recurren en el film, sus vidas están tan atravesadas por las otras vidas que difícilmente se podría decir que eso que se muestra es el centro de una galaxia biográfica. Al contrario, una frondosa población de personajes pulula a lo largo de la narración y, como en un suerte de primer plano formal, adquieren centralidad -una centralidad momentánea- que van a perder momentos más tarde. Si bien la película funciona como una colección de historias, esas historias tienen un hilo conductor, o mejor un momento de articulación que no es necesario, ni posible, presentar. Ese hilo es la mafia, o bien el modo de vida mafioso.

Podría decirse que ese modo de vida es el protagonista principal de la película. A él se subordina la narración y la aparición y desaparición de los diversos personajes. Pero hablar de un modo de vida que se encarna en personajes no tiene mucho sentido (o, al contrario, quizá tiene demasiado sentido); por ello, no queda sino sostener que el protagonista principal de este film es un vacío que parece ser tarea del espectador poblar con lecturas e interpretaciones. Construir al protagonista, esa parece ser la propuesta formal de Gomorra.

2.

La población de personajes que pulula en el film va de niños a ancianos, madres, putas y novias; empresarios, pinches, oscuros contadores, desocupados. Todos habitantes de una zona de Napoli, todos vinculados a la mafia, todos atravesados por ella. Vinculados y atravesados, dentro y fuera, produciendo y reproduciendo, construyendo y padeciendo eso que se insinúa, las mafias (la camorra, los senegales, la china; Napoli ya no es sitio exclusivo de la mafia napolitana).

Para ser más precisos, la mafia no sólo se insinúa en Gomorra: está allí y ocupa toda la pantalla, todas las escenas. Es su exposición obscena. Pero esa exposición recorre reticularmente la mafia, y apenas si toca algunos escalones medios de su estructura jerárquica. Y en ese sentido, si cabe la comparación con El Padrino es sólo a condición de diferenciarlas. El Padrino era la biografía colectiva de la cúspide del edificio mafioso (en ese caso, siciliano); quizá solidario de una narración organizada por "grandes hombres", Coppola escribió la historia de los hombres que tomaban las decisiones (y allí, por lo tanto, sí que había personaje principal -el apellido, el Padrino, la familia), una historia cortesana. Gomorra, en este sentido, es una contrahistoria, es una historia reticular donde habla y vive el populacho, donde no está claro quien manda y quién es mandado, una historia plebeya.


3.

Sin protagonista, sin gran hombre, es casi obvio que Gomorra no tenga héroe (o su reverso, villano). Profundamente áspera y despojada, en Gomorra hay acción, pero no hay aventuras. Hay una cosa tal sucediendo, pero sucede en un registro explícitamente pensado para destruir cualquier atisbo épico, incluso el registro emotivo es intermitente. A diferencia de lo que ocurre con dos parientes temáticos de Gomorra -Ciudad de Dios y Ciudad de los hombres- aquí la heroicidad o la villanía están desterradas. No hay siquiera empatía posible: es una película que dificulta la identificación con algún personaje, unos de esos gestos más o menos automáticos que se realizan cuando uno ve una película con estructura narrativa. Incluso muchos de ellos se parecen entre sí. La multiplicidad de personajes, entonces, se compone con el rasgo común de la ausencia de épica, y produce una película antipática, gris. Una película que no ofrece a ninguno de sus personajes (para desesperación, quizá, del espectador) una vía de salida a sus situaciones, que parece bañada en un halo de predestinaciones, de trayectos inevitables, trágicos.

4.

La última imagen sintetiza y simboliza el tono del film. Si uno piensa que la película es italiana y, por una obvia asociación, recuerda al gran Fellini, esa escena tiene una carga poética terrible: una pala mecánica llevándose los cuerpos sin vida -tibios aún- de dos jóvenes baleados. Un shock visual. La operación es válida y, sin embargo, queda la sensación que esa traducción no es fiel al registro que propone Gomorra. Traer a Fellini, meter a Fellini en todo esto, es correcto desde lo visual, pero falso desde lo estético. Es decir, desde la lógica sensible propia del film. Desde allí, la última imagen debe ser vista en su banalidad absoluta, con el patetismo y la materialidad bruta de una pala mecánica. Hubo dos muertos, es preciso quitarlos del medio. Mafiosamente, es decir de forma rápida, limpia y desapasionada.

5.

La muerte, por supuesto, recorre el film. Se presenta con formas diversas. Pero, nuevamente, todas sus formas se encuentran subordinadas a la lógica mafiosa. ¿Qué quiere decir esto? Que todas las muertes, en Gomorra, son muertes por negocios. Por el poder territorial, político y económico de hacer negocios. Algunos técnicamente legales, otros no. No tiene importancia, porque también la ley, como la muerte, está subordinada a la lógica del negocio. En ese universo mafioso la práctica de hacer negocios redituables se convierte en el gran traductor del resto de las prácticas; una descomunal intrumentalización generalizada que desconoce o destruye toda otra valoración posible. (La escena del matrimonio cuyo esposo se haya agonizando en la cama es muy clara. El hombre está muriendo, tose incesamente, revelando una enfermedad respiratoria o algo similar, mientras su mujer y su hijo -sentados junto a él en la cama- y él mismo discuten con un emisario de la mafia el precio de un terreno que debe ser usado para desechar material tóxico). En esta Gomorra, Dios no tiene chances de castigar o revertir la situación. Esta Gomorra está narrada por sus habitantes, en tiempo real, no es la historia ejemplar de un Dios justo y poderoso. Es la Gomorra de los hombres.


david enrique santos discépolo hume


sujeto en lo dado: sujeto enlodado


siete cuentos de Pirandello. Siete: La casa de la agonía


siamo giunti alla fine...













La casa de la agonía

Al entrar, el visitante dijo su nombre pero la vieja sirvienta negra -una mona con delantal- que había abierto la puerta, o no había entendido o lo había olvidado. Por esa razón, desde hacía ya tres cuartos de hora él era, para toda aquella casa silenciosa, alguien sin nombre, "un señor que espera allí". "Allí" significaba en el salón.
En la casa, aparte de la negra -que con seguridad había regresado enseguida a la cocina, no había nadie. El silencio era tal que el tic-tac lento de un antiguo reloj de péndulo, ubicado tal vez en el comedor, se oía pronunciadamente en el resto de las habitaciones, como si fuera el latido del corazón de la casa. Los muebles de cada uno de los cuartos, incluso de los más alejados, gastados pero en buen estado, con algo de rídiculos debido a sus diseños ya pasados de moda, daban la sensación de escuchar el tic-tac del reloj de péndulo, seguros de que nada nunca ocurriría en esa casa y que ellos permanecerían por siempre así, inútiles, admirándose o apiadándose mutuamente; o mejor todavía, pasarían su tiempo dormitando. Los muebles también tienen almas, especialmente los viejos; aquellas provienen de los recuerdos de la casa donde han estado por tanto tiempo. Para corroborar dicha existencia, basta con que un mueble nuevo sea introducido entre ellos. Un mueble nuevo aún no posee alma, pero por el hecho mismo de haber sido elegido y comprado, tiene ya un imperioso deseo de poseerla. En esa situación, se puede observar cómo inmediatamente los viejos muebles lo miran mal: lo consideran una especie de intruso pretencioso, todavía ignorante e incapaz de decir algo, lleno de quien sabe qué tipo de ilusiones. Los otros, los muebles viejos, ya no se hacen ninguna ilusión, por eso están tan tristes: saben que con el tiempo los recuerdos comienzan a desvanecerse y con ellos se va el alma, que poco a poco ira debilitándose. Una vez cumplido esto, permanecen allí, descoloridos si son de tela, oscurecidos si son de madera, absolutamente callados también ellos. Si se da el caso, desgraciado, que algún recuerdo desagradable persista, corren el riesgo de terminar en la basura. Ese viejo sillón que está allí, por ejemplo, experimenta un auténtico tormento al ver el polvo que producen las polillas y que se acumula en una infinidad de montoncitos sobre la tabla de la mesita que está delante suyo, y a la cual aprecia mucho. Él es conciente de ser muy pesado, sabe de la debilidad de sus patas, especialmente de las traseras; tiene temor de ser agarrado por detrás -ojala esto no suceda nunca- arrastrado y desplazado; con esa mesita delante se siente más seguro, al reparo. No querría que las polillas, afeándolo con todos esos groseros montoncitos de polvo sobre la tabla, terminaran provocando su transporte hasta el altillo.

Todas estas consideraciones y observaciones eran realizadas por el anónimo visitante olvidado en el salón. Casi absorbido por el silencio de la casa, habiendo ya perdido su nombre, daba la impresión de haber perdido también su condición de persona, convirtiéndose en uno de esos muebles en los que tanto había pensado, atento escuchar el tic-tac lento del reloj de péndulo que sonaba pronunciadamente, llegando hasta el salón a través de una puerta semiabierta.
De cuerpo pequeño, el visitante casi desaparecía en el gran sillón oscuro de terciopelo violeta sobre el cual se había sentado. Desaparecía, también, bajo las ropas que llevaba. Los bracitos, las manitas casi había que buscarlas bajo las mangas y los pantalones. Era sólo una cabeza calva, dos ojos estirados y dos bigotitos de ratón.
Evidentemente, el dueño de casa había olvidado la invitación de encontrarse que le había hecho. Más de una vez desde que había llegado, el hombrecito se preguntaba si era todavía su derecho permanecer allí sentado, esperándolo, traspasado ya todo límite de tolerancia respecto a la hora acordada. Pero él ya no esperaba al dueño de casa. Más aún, si éste hubiera aparecido, el hombrecito habría experimentado una sensación desagradable. Allí, tendiendo a confundirse con el sillón donde estaba sentado, con sus ojos estirados fijos y una angustia que crecía a cada instante, el visitante esperaba otra cosa, mucho más terrible: un grito que viniera desde la calle, y que le anunciara la muerte de alguien, de un transeúnte cualquiera que pasara por debajo de la ventana de aquel salón de un quinto piso; la muerte de uno de los muchos que caminaban por la calle en ese momento -hombres, mujeres, jóvenes, viejos, niños- produciendo ese murmullo confuso que llegaba a sus oídos. Y todo esto porque un gran gato pardo había entrado al salón sin notar su presencia, pasando por el espacio vacío que dejaba la puerta semicerrada, y de un salto se había subido al alféizar de la ventana abierta.
De todos los animales, el gato es el que menos ruidos hace; no podía faltar en una casa como esta, llena de silencio.
Contra el rectángulo azulado de la ventana se recortaba un vaso con geranios rojos. El azul, antes vívido y ardiente, poco a poco había declinado hacia un violeta, como si la noche -que tardaba en llegar- hubiera echado un soplo de sombras sobre él. Las gaviotas que daban vueltas en bandadas, parecían haber enloquecido a causa de aquella última luz del día y cada tanto lanzaban agudísimos chillidos y se lanzaban violentamente contra la ventana como si quisieran entrar al salón; pero enseguida, ni bien apoyaban sus patas en el alféizar, volvían a levantar vuelo. Pero no todas. Primero una, luego otra, cada tanto, se metían debajo del alféizar. No se llegaba a entender cómo ni tampoco por qué.
Por curiosidad, antes de que el gato entrase, él se había acercado a la ventana, había corrido apenas un poco el vaso de geranios y se había asomado, tratando de encontrar una explicación. Y la había encontrado: un pareja de gaviotas había hecho su nido justo debajo del alféizar de aquella ventana.
Ahora bien, lo terrible de la situación era que nadie de los que continuamente pasaban por la calle, absortos en sus cuestiones y sus tareas, podía ponerse a pensar en un nido que colgaba debajo del alféizar de un ventana de un quinto piso de una de las tantas casas que había en esa calle; ni tampoco en un vaso de geranios rojos puesto sobre ese alféizar, ni mucho menos en un gato que intentaba cazar a las dos gaviotas del nido. Y menos todavía podía pensar en la gente que iba y venía por la calle debajo de la ventana el gato, que ahora, agazapado detrás del vaso, movía apenas la cabeza, siguiendo con los ojos perdidos en el cielo el vuelo de aquellas bandadas de gaviotas que, pasando por frente a la ventana, chillaban ebrias de aire y de luz. Al paso de cada bandada, agitaba apenas la punta de la cola que le colgaba, listo para atrapar con las uñas a la primer gaviota que intentara meterse en el nido.
Él, y solamente él, sabía que ese vaso rojo con geranios, al ser golpeado por el gato, se precipitaría hacia la calle y terminaría su caída en la cabeza de alguien. El vaso ya se había corrido de lugar dos veces debido a los movimientos impacientes del gato; ya estaba casi sobre el borde del alféizar. El hombre respiraba con dificultad y tenía la cabeza cubierta de gotas de sudor como perlas. Le resultaba tan insoportable la ansiedad de aquella espera que hasta llegó a pensar -diabólicamente- ir él mismo, en silencio y agachado, con un dedo extendido, hasta la ventana, y darle el último empujón al vaso, sin esperar a que lo hiciera el gato. Por lo demás, el siguiente golpe, por más leve que fuera, consumaría el hecho. No había nada por hacer.

Al haber sido reducido por el silencio de la casa, él ya no era nadie. Era el silencio mismo, medido por el tic-tac del reloj de péndulo. Él era esos muebles, testigos mudos e impasibles de la desgracia que estaba a punto de suceder allá abajo, en la calle, y de la cual ellos aquí arriba no se habrían enterado jamás. Sólo el la conocía, y de casualidad. Hacía ya un buen rato que no debía estar ahí. Podía hacer de cuenta, entonces, que en el salón no había nadie, y que el sillón al cual estaba como atado por la fascinación de la fatalidad que pendía -allí, en el borde del alféizar- sobre la cabeza de un completo desconocido, se encontraba desocupado. Era inútil que él modificará esa fatalidad: la combinación natural del gato con el vaso de los geranios rojos y el nido de las gaviotas. El vaso estaba allí, precisamente, para ser expuesto en la ventana. Si él lo hubiera movido para impedir la desgracia, habría cumplido su objetivo sólo por hoy; mañana, la vieja sirvienta negra habría colocado nuevamente el vaso sobre el alféizar: justamente porque el alféizar era el lugar de ese vaso. Y el gato, espantado hoy, volvería también mañana a sus intentos de atrapar a alguna de aquellas gaviotas.
Era inevitable.
El vaso había sido empujado todavía un poco más allá: ya estaba casi un dedo por fuera del borde del alféizar.
Él no pudo soportarlo más y huyó. Bajando por la escalera tuvo una idea fugaz: llegaría a la salida justo a tiempo para recibir sobre su cabeza el vaso de geranios que precisamente en ese momento comenzaba a caer desde la ventana.


siete cuentos de Pirandello. Seis: Alguien ríe

lea y difunda!



Alguien ríe


Un rumor circula entre los reunidos:

- Alguien ríe.

Aquí y allá, donde el rumor llega, es como si una serpiente se irguiera, o un grillo cantara, o un espejo reflejara intensa e imprevistamente hasta dañar los ojos.

¿Quién se atreve a reír?

Todos miran en todas direcciones, buscando con ojos fulminantes.

(El salón enorme, iluminado donde esta la masa de invitados por el esplendor de cuatro grandes arañas de cristal, permanece a oscuras en lo alto, en lo tétrico de su polvorienta antigüedad, apagado y desierto. De una punta a la otra, sólo la costra del violento fresco del Setecientos, que ha hecho tanto para confundir en una negritud de noche perpetua el frenesí truculento de la pintura, parece alarmada; uno diría que no ve la hora de que la agitación allí abajo cese y el salón sea finalmente despejado).

Mirando atentamente, quizá fuera posible encontrar alguna que otra cara con una sonrisa afligida, de compromiso, forzada, un estiramiento fruto de la piedad; pero risas auténticas, ninguna. Ahora bien, sonreír por compromiso sería lícito, sería -creo- hasta obligatorio, si es cierto que la reunión -muy seria- quiere también tener el aire de uno de los habituales entretenimientos de la ciudad en tiempos de carnaval. En efecto, sobre una tarima cubierta por una tela negra, una pequeña orquesta de calvos cadavéricos toca sin pretender hacer bailar, y algunas parejas danzan para dar a la reunión una apariencia de fiesta de baile por invitación -casi por mandato- de un grupo de fotógrafos convocados para tal fin.

Pero son tan estridentes los rojos, los celestes de algunos vestidos femeninos y tan escalofriante la fragilidad de algunas espaldas y brazos al descubierto, que casi se llega a pensar que esos bailarines han sido desenterrados especialmente para la ocasión, juguetes vivos de otro tiempo, conservados y recargados ahora artificialmente para dar este espectáculo. Luego de haberlos visto, uno siente de manera muy intensa la necesidad de relacionarse con algo sólido y grosero: he ahí, por poner un ejemplo, la nuca de ese vecino amoratado y con las cejas fruncidas que transpira y se apantalla con un pañuelo muy blanco; un poco más allá, puede observarse la frente de idiota de una vieja señora. Por otra parte, algo llama la atención: sobre la triste mesa de los refrescos, las flores no son falsas, y es por eso que genera tanta melancolía pensar en los jardines de los cuales han de haber sido recogidas esta mañana bajo una llovizna clara que rociaba punzando levemente ¡Y qué lástima da esa rosa pálida ya deshecha que conserva en los pétalos caídos un mórbido olor de carne espolvoreada!

Dispersos aquí y allá por entre la multitud, hay algún que otro invitado vestido de dominó, que parece un compadre tratando de encontrar el funeral.


La verdad es que todos estos invitados desconocen la razón de la invitación. Ha circulado en la ciudad como el llamado a una reunión. Ahora, dudando de qué convenga hacer, si ocultarse o mostrarse (que, por lo demás, ni una cosa no la otra serían simples entre tanta gente), se miran mutuamente, y aquel que ve que lo están mirando justo cuando intentaba replegarse o adelantarse, se aquieta inmediatamente. Es que todos sospechan de todos, y la desconfianza en medio la agitación de la muchedumbre provoca ansiedades que a duras penas se logran contener. Proliferan las miradas a espaldas de los demás: apenas descubiertas se repliegan como serpientes.

-¡Qué sorpresa! Tú también estás.

- Estamos todos, me parece.

Mientras tanto, nadie osa preguntar por qué, temiendo ser el único en ignorar la razón del encuentro (lo cual, en caso que fuera a tomarse una decisión importante, sería una falta terrible). Sin hacerse notar, algunos buscan con la mirada a los dos o tres que se presume deberían saber el por qué. Pero no los encuentran; deben estar reunidos en consulta en alguna sala secreta donde, cada tanto, alguno de los presentes es convocado y acude palideciendo y dejando a los demás en un ansiosa consternación. Se intenta deducir de las cualidades de quien ha sido llamado, de su posición y sus adhesiones, qué es lo que está en discusión allí dentro. Pero no se logra comprender nada, porque poco antes ha sido llamado uno de cualidades exactamente opuestas y adhesiones totalmente contrarias.

A causa de la consternación general por este misterio, la excitación crece de momento a momento. Es sabido que una inquietud se propaga muy rápido y cómo cualquier cosa que vaya pasando de boca en boca se altera hasta el punto de convertirse en algo totalmente diferente. Llegan así, de un extremo a otro del salón, comentarios terribles, capaces de dejarlo a uno aturdido. Y de los ánimos así perturbados brota y se difunde una pesadilla, en la cual, acompañados por los sonidos angustiados y sufrientes de aquella pequeña orquesta, los ruidos confusos que aturden y las reverberancias de las luces en los espejos, desfilan, ante los ojos de todos, los más extraños fantasmas; como si fueran densas burbujas de humo emanando de las conciencias que secretamente ocultan el fuego de los más inconfesados remordimientos. Proliferan los recelos, los temores y las sospechas de todo tipo. En muchos de los presentes, el impulso instintivo de salir corriendo inmediatamente en busca de un refugio produce los más diversos e imprevisibles efectos: está el que parpadea constantemente, el que mira sin ver al que tiene al lado y le sonríe tiernamente, el que abotona y desabotona sin cesar un botón del chaleco. Mejor hacer la vista gorda. Pensar en cosas lejanas: sobre la Pascua, que este año cae en marzo y no en abril; sobre uno que se llama Buongiorno… ¡Pero cómo asfixia este intento de disimular frente a nosotros mismos!

El hecho de que alguien ría (si eso es cierto) no debería producir tanto escándalo, visto el estado de ánimo en que se encuentran todos. ¡Pero lo produce! ¡Y cómo! Suscita un violentísimo rechazo, y esto, precisamente, porque todos están tan sensibles que toman como una ofensa personal el hecho de que se pueda tener el coraje de reír abiertamente. La pesadilla pesa tan gravemente sobre todos debido a que nadie considera lícito el reírse. Si alguien comenzara a reír y los demás siguieran su ejemplo, si toda esta pesadilla se resolviese de repente en una estruendosa carcajada general, ¡adiós a todos los problemas! Es necesario que ante tantas incertidumbres y susceptibilidades de ánimo se crea que la reunión de esta noche es algo muy serio.


Pero ¿existe verdaderamente alguien que continua riendo, no obstante las voces que circulan desde hace ya un rato en la reunión? ¿Quién es? ¿Dónde está? Es preciso atraparlo, agarrarlo del pecho, empujarlo contra la pared y entonces, todos juntos, con los puños apuntándole, preguntarle por qué ríe y de quién.

Parece que no es un solo. ¿Ah, no? ¿Más de uno?

Dicen que son al menos tres.

¿Cómo es posible? ¿Se han puesto de acuerdo o cada cual lo hace por su cuenta?

Parece que se han puesto de acuerdo. ¿

Ah, sí? ¿Han venido, entonces, con el propósito deliberado de reir?

Así parece.


La primera en ser descubierta ha sido una muchacha vestida de blanco, con la cara colorada, floreciente, algo torpe, que se revolcaba de la risa en un rincón del salón que está de aquella parte. Al principio no se le prestó atención, tal vez por ser mujer, tal vez por su edad. Ha perturbado el sonido inesperado de su carcajada, algunos se han vuelto para mirar, como quien siente la molestia de una impertinencia, de un gesto un tanto arrogante, si se quiere, pero perdonable. No es nada: sólo una risa de niña, por lo demás inmediatamente abortada, al verse la muchacha observada. Si bien escapó de ese rincón, doblada sobre sí y tapándose la boca con sus dos manos, sin dudas ha provocado cierta molestia el hecho de continuara riendo en la otra parte del salón; en estallidos espasmódicos, tal vez a causa de la presión que se había autoimpuesto al huir.

¿Una niña? ¿Están tan seguros? Ahora se sabe que tiene, como mínimo, dieciséis años, y dos ojos que parecen en llamas. Da la impresión de estar huyendo de una sala a la otra, como si alguien la persiguiera. Sí, sí, efectivamente alguien la persigue: es un jovencito muy hermoso, rubio como ella, que ríe también como un loco al perseguirla; y que cada tanto se detiene desconcertado por la impertinencia de ella al escabullirse por todas partes sin problemas. El jovencito quisiera conservar la compostura, pero no lo logra; se gira para un lado y para otro, como si escuchara que lo llaman; y se muerde los labios para contener un impulso de hilaridad que borbotea por dentro y le provoca temblores en el estómago. Y hé aquí que han encontrado también al tercero: un hombre pequeño, elástico, que va bamboleándose y golpeando sus cortos brazos contra la panza redonda y dura como si fueran dos palillos y un redoblante; la calvicie reluciente entre una corona roja de cabellos enrulados; una cara beata en la cual la nariz ríe más que la boca, y los ojos más que la boca y la nariz, y también ríe su mentón, y ríe la frente, y hasta ríen sus orejas. Vestido de frac, como todos los demás. ¿Quién lo ha invitado? ¿Cómo se han introducido los tres en la reunión? Nadie los conoce. Ni siquiera yo. Pero sí sé que el señor es el padre de los dos chicos, un hombre de buen pasar que vive en la campaña con su hija mientras el hijo sigue sus estudios en la ciudad. Deben haber caído en esta fingida fiesta de baile por pura casualidad. Quién sabe qué cosas se habrán estado diciendo entre ellos mientras venían, que códigos y chistes secretos habrán establecido, qué burlas que sólo ellos comprenden. Son como pólvora en reserva, coloreada, de fuegos de artificio, listas para explotar ante el mínimo incentivo -incluso una mirada de pasada. Es evidente que no pueden estar uno cerca del otro: se buscan con los ojos, pero desde lejos, y apenas se visualizan voltean la cara y se la cubren con las manos: entonces, sueltan carcajadas que son realmente escandalosas en medio de tanta seriedad reinante.

La obsesión por la seriedad es tan fuerte, envolvente y sofocante en todos que ninguno logra siquiera suponer que esos tres puedan estar en otra cosa, lejos, y que tengan para sí una inocente y quizá tonta razón para reír así, por nada. La muchacha, por ejemplo, por tener dieciseis años y por estar habituada a vivir como una potrilla en medio de un prado florecido, desbocándose con cada movimiento del aire y corriendo feliz, no sabe por qué está riendo: podría jurarse que no se da cuenta de nada, que no sospecha en lo más mínimo el escándalo que está provocando junto al padre y a su hermano, ambos también festivos, ajenos a todo y lejos de cualquier sospecha posible.

Por eso, cuando finalmente se han reunido los tres en un sillón en la sala de allá -el padre en el medio, entre el hijo y la hija-, contentos, exhaustos y con un profundo deseo de abrazarse a causa de lo mucho que se han divertido (un deseo que brotó de la alegría de todas aquellas hermosas carcajadas cual estruendos de efímeras espumas), y ven venir hacia ellos desde las tres grandes puertas vidriadas a la marea de los invitados, lentamente, muy lentamente, con melodramático paso de tenebrosa conjura, no entienden qué está pasando.

No creen que esa extraña maniobra les pueda estar dedicada; intercambian miradas, todavía sonrientes. Pero la risa se va trocando poco a poco en un creciente aturdimiento, hasta que, no pudiendo ya ni huir ni retroceder, casi aplastados contra el respaldar del diván, ya no aturdidos sino aterrados, elevan instintivamente las manos como para parar a la muchedumbre que, continuando su avance, ya está sobre ellos. Terrible. Los tres principales, que por el hombre y sus hijos y no por otra cosa habían estado reunidos en una sala secreta, que se habían juntado a deliberar debido al rumor que circulaba sobre su risa inadmisible, han decidido darles una castigo solemne y memorable. Han entrado por la puerta del medio y han pasado entre todos hasta llegar adelante, con las capuchas del dominó bajas hasta el mentón y burlonamente esposados con tres toallas, como si fueran reos próximos a ser castigados que vienen ahora a implorarles piedad. Apenas están frente al diván, una sarcástica carcajada de toda la multitud explota estruendosa y retumba horriblemente varias veces en todo el salón. Aquel pobre padre, desconcertado, gesticula temblando, alcanza a agarrar a cada uno de sus hijos por un brazo y, todo encorvado, con temblores que le destrozan los riñones, incapaz de entender cualquier cosa, escapa, perseguido por el terror de que, de repente, todos los habitantes de la ciudad hayan enloquecido.









siete cuentos de Pirandello. Cinco: El viaje

vado avanti con las traducciones, saludos!

El viaje

Hacia ya trece años que Adriana Braggi no salía de la antigua casa, silenciosa como una abadía, donde había entrado como esposa siendo todavía muy joven. Ya ni siquiera detrás de las ventanas la veían los escasos transeúntes que cada tanto subían por esa calle en pendiente algo abrupta; una calle tan solitaria que la hierba crecía entre las piedras. A los veintidós años, tan sólo cuatro años después de su matrimonio, con la muerte del esposo casi había muerto ella también. Ahora tenía treinta y cinco y, como el primer día de la desgracia, vestía de negro; un pañuelo negro, de seda, escondía sus hermosos cabellos ya no tan cuidados, apenas divididos en dos partes anudadas en la nuca. Sin embargo, una serenidad melancólica y dulce sonreía en su rostro pálido y delicado.

Nadie se sorprendía de esta clausura en aquel pequeño pueblo del interior de Sicilia, donde las rígidas costumbres por muy poco no obligaban a la esposa a acompañar a su marido a la tumba. Las viudas debían permanecer encerradas, en luto perpetuo, hasta la muerte. [...] Llegando donde las callecitas terminaban, la visión de la extensión ondulante de las tierras ardientes por el azufre acongojaba. En todas las casas, incluidas las pocas que eran señoriales, faltaba el agua; en los amplios patios y en los comienzos de las calles había viejas cisternas a merced del cielo: pero hasta en invierno llovía poco; [...]

Los hombres, quién más quién menos, hallaban en las vicisitudes de los asuntos cotidianos, en la lucha de los partidos locales, en el Café o en las Casas de compañía por la noche, formas de distraerse. Pero las mujeres, sobre las cuales desde la infancia se había trabajado para esterilizarlas de cualquier rasgos instintivo de vanidad, casadas no por amor, luego de haber llevado adelante las mismas tareas serviles de siempre, languidecían míseramente con un niño en el regazo o con el rosario en la mano, esperando que el hombre, el dueño, regresara a casa.

Adriana Braggi no había amado en absoluto al marido. De constitución débil y en continua agitación a causa de su precaria salud, ese marido la había oprimido y torturado durante cuatro años, celoso hasta de su hermano mayor, al cual, al haberse casado con ella, era conciente de haber inflingido una terrible injusticia, una auténtica traición. En aquel pueblo todavía se acostumbraba que, de todos los hijos hombres de una familia rica, solamente el mayor debía casarse, para que los bienes del linaje no se desparramaran entre muchos herederos.

Cesare Braggi, el hermano mayor, no había manifestado jamás algún malestar por aquélla traición. Tal vez porque el padre, que murió poco antes de la boda, había dispuesto que el jefe de la familia fuera él y que el segundogénito recién casado le debiera obediencia absoluta.

Al hacer su ingreso en la antigua casa de los Braggi, Adriana había experimentado una cierta humillación al saberse tan ligada al cuñado. Su condición era doblemente penosa e irritante desde el momento en que su propio marido, preso de la furia de los celos, le había dado a entender que Cesare había especulado en algún momento con tomarla en matrimonio. Ya no supo qué hacer para controlarse frente a su cuñado, y la vergüenza se había incrementado tanto más cuanto menos el cuñado le había hecho sentir la potestad que poseía sobre ella. Al contrario, había sido acogida desde el primer día con franca simpatía y tratada como una verdadera hermana. El cuñado era un hombre de finos modales; en el hablar, en el vestir y en todos los demás rasgos era poseedor de una exquisita señorialidad natural que ni el contacto con la ruda gente del pueblo, ni los asuntos a los que se dedicaba, ni la inclinación a una pereza relajada que la mísera y vacía vida provinciana inducía durante varios meses al año, habían podido ya no embrutecer, sino ni siquiera alterar.


Cada año, por varios días, a veces más de un mes, el cuñado se alejaba de la ciudad y de sus asuntos. Iba a Palermo, a Napoli, a Roma, a Firenze, a Milano a zambullirse en la vida, a tomar –como él mismo decía- un baño de civilización. Volvía de aquellos viajes con el cuerpo y el alma rejuvenecidos. Adriana, que nunca había dado un paso fuera del pueblo natal, al verlo entrar de esa manera en la gran casa antigua, donde el tiempo parecía estancado en un silencio mortuorio, probaba cada vez una secreta e indefinible turbación. El cuñado parecía emanar el aire de un mundo que ella no alcanzaba a imaginar. La turbación aumentaba al oír las estridentes carcajadas de su marido al escuchar la narración de las sabrosas aventuras de su hermano; y por la noche se convertía en asco y desprecio, cuando el esposo iba a buscarla a la habitación, en llamas, sobreexcitado, puro deseo. El asco y el desprecio eran por el marido, tanto más intenso cuanto más percibía el respeto reverencial que su cuñado le dedicaba a ella.

Al morir el marido, Adriana experimentó una angustia espantosa frente a la idea de quedar sola con él en la casa. Tenía a sus dos pequeñitos nacidos durante esos cuatro años. Pero madre y todo, no había logrado superar, en la relación con su cuñado, la timidez propia de una niña. Esta timidez nunca antes se había convertido en causa de retraimiento. Pero ahora sí, y culpaba a su marido celoso, que la había oprimido con los modos más desconfiados y desleales de la vigilancia.

Cesare Braggi, con exquisita premura, había invitado a la madre de ella a venir a vivir junto a su hijita viuda. De esa manera, poco a poco, Adriana, liberada entonces de la insoportable tiranía del marido y con la compañía de su madre, había podido, si no alcanzar la paz absoluta, al menos tranquilizar su espíritu. Se había entregado completamente al cuidado de sus hijitos, prodigándoles el amor que no había encontrado manera de expresarse en el desgraciado matrimonio.

Como en el pasado, Cesare continuó haciendo sus viajes de un mes por el Continente, trayendo regalos para ella, para la abuela y para los sobrinitos, a quienes les había destinado las más delicadas atenciones paternas. La casa, sin la presencia masculina, inspiraba temor a las mujeres, especialmente por la noche. Los días en que él se ausentaba a Adriana sentía que el silencio, vuelto entonces más profundo y oscuro, tenía suspendido sobre la casa un terrible desastre ignorado. Y con un terror infinito escuchaba el crujir de la polea de la antigua cisterna que estaba al comienzo de la calle, cuando el viento sacudía la soga. ¿Pero podía acaso, por consideración hacia aquellas dos mujeres y aquellos dos niños que en el fondo no le pertenecían, privarse Cesare de la única distracción a la que se entregaba luego de un año de trabajo y aburrimiento? Habría podido no preocuparse en lo más mínimo por ellos, hacer su vida, libre ya que el hermano con sus actos le había impedido formar una familia; en cambio -¿cómo no reconocerlo?- dejando aparte aquellas breves vacaciones, se dedicaba de lleno a la casa y a los sobrinitos huérfanos.

Con el tiempo, la amargura había abandonado completamente el corazón de Adriana. Los pequeños crecían y ella era feliz de que lo hicieran bajo la guía del tío. Su abnegación era absoluta, tanto que se sorprendía si el cuñado o los hijos se oponían a algún gesto sobreprotector suyo. Sentía que nunca hacia lo suficiente. ¿En qué pensar, sino en ellos? Había sido muy dolorosa para ella la muerte de la madre: notaba su ausencia. Hacía ya tiempo que se dirigía a ella como si fuera una hermana; sin embargo, con la madre a su lado, podía pensarse a sí misma joven, como era de hecho. Desaparecida su madre, y madre ella de dos hijos devenidos ya jovencitos de catorce y dieciséis años altos como el tío, comenzó a sentirse y considerarse vieja.

Así se encontraba la primera vez que percibió un leve malestar, un cansancio. Sintió presión en un hombro y en el pecho; un dolor sordo invadía a veces su brazo izquierdo, cada tanto se volvía una punzada que le quitaba la respiración. No profirió queja alguna. Quizá nadie nunca se hubiera enterado de no ser porque un día, sentados a la mesa, fue asaltada por uno de esos violentos espasmos imprevistos. Llamaron al viejo médico de la familia, quién quedó consternado al informarse de los síntomas. Y aún más se sobresaltó luego de examinar cuidadosamente a la enferma: el problema estaba en la pleura. ¿Pero en qué consistía? El viejo médico, ayudado por un colega, probó primero con una punción pleural, sin obtener éxito. Luego, notando un cierto endurecimiento de la zona escapular, aconsejó al señor Braggi trasladar inmediatamente a su cuñada a Palermo. Dio a entender que temía que fuera un tumor, tal vez incurable.


No fue posible partir enseguida. Adriana, luego de trece años de encierro y aislamiento, estaba totalmente desprovista de vestidos aptos para aparecer en público y para viajar. Fue necesario escribir a Palermo para resolver el problema a la brevedad.

Adriana trató de oponerse de todas las maneras, asegurando al cuñado y a sus hijos que no se sentía tan mal. ¿Un viaje? Se estremecía de solo pensarlo. Además, coincidiría con el momento en que Cesare habitualmente partía hacia a sus vacaciones de un mes. Yendo con él le habría quitado su libertad y cualquier tipo de placer. No podía aceptar eso, bajo ninguna circunstancia. Y además ¿quién cuidaría de los niños? ¿quién se ocuparía de la casa? Anteponía todos estos obstáculos, pero el cuñado y los hijos derrumbaban cada uno de ellos a base de carcajadas. Se obstinaba en decir que el viaje empeoraría su salud. ¡Dios mío!, si ni siquiera sabía cómo eran las calles. ¡No habría sabido moverse ni un centímetro! ¡Por favor, por favor, que la dejaran en paz!

Cuando desde Palermo llegaron los vestidos y los sombreros, para los hijos fue una fiesta. Entraron gritando a la habitación de la madre, con las enormes cajas envueltas en hule en sus brazos. ¡Tenía que probárselos ahora mismo! Querían ver linda a su mamita, como nunca la habían visto. Y tanto insistieron, tanto hicieron, que debió ceder a sus deseos. Eran vestidos negros, también ellos de luto, pero finísimos y elaborados con maravillosa maestría. [...] Desde detrás de la puerta, mientras tanto, los hijitos la acosaban: “¿Estás lista mamá? ¿Te falta mucho todavía?” ¡Como si la madre estuviera preparándose para una fiesta! No pensaban en las razones por las cuales esos vestidos habían llegado hasta ahí; a decir verdad, tampoco ella pensaba en eso ahora.

Cuando, aturdida, acalorada, alzó la vista y se miró en el espejo del armario, experimentó una sensación violentísima, casi vergonzosa. Ese vestido, dibujándole con impúdica elegancia las caderas y los senos, le daba la figura y el aire de una jovencita. Se sentía vieja desde hacía un tiempo: se descubrió, de repente, en ese espejo, joven y hermosa. ¡Otra persona! “¡No! ¡No! ¡Imposible!”, gritó, girando el cuello y levantando una mano para sustraerse de aquella visión. Los hijos, al escuchar la exclamación, comenzaron a golpear con más fuerza la puerta; trataban de empujar con las manos y los pies, le gritaban que abriese, que la querían ver. ¡No! ¡Ni hablar! Se avergonzaba. ¡Era una caricatura! No, no. Pero los hijos amenazaron con tirar abajo la puerta. Entonces, abrió. Los niños también quedaron deslumbrados antes esa transformación imprevista. La mamá trataba de protegerse de sus miradas repitiendo “¡No! ¡Déjenme sola, es imposible! ¿Están locos?” En ese preciso momento, llegó el cuñado. ¡Qué terror! Intentó escapar, esconderse, como si la hubiera sorprendido desnuda. Pero lo hijos la sujetaron y se la mostraron al tío, que reía de su vergüenza. “¡Pero si te queda realmente bien!”, dijo él finalmente, recuperando la seriedad. “Dale, deja que te mire”. Trató de levantar la cabeza. “Parezco disfrazada...” “¡Pero no! ¿Por qué? En realidad, te queda muy bien. Giráte un poco... así, de costado”. Obedeció, intentó aparentar calma; pero el seno, contorneado por el vestido, se le levantaba con cada respiro, traduciendo la agitación interior causada por ese examen atento y tranquilo que él, experto conocedor, estaba llevando adelante. “Está muy bien. ¿Y los sombreros?” “¡Parecen canastas!”, exclamó Adriana, casi espantada. “Sí, cierto, los usan enormes”. “¿Cómo voy a hacer para calzármelo en la cabeza? Voy a tener que peinarme de otra manera”. Cesare volvió a mirarla, tranquilo, sonriente; dijo: “¡Pero sí!, tenés tantos sombreros...” “¡Sí, sí! ¡Bien, mamita! ¡Peináte enseguida!, aprobaron los niños. Adriana sonrió tristemente: “¿Ven lo que me hacen hacer?”, dijo, dirigiéndose también al cuñado.

La partida fue establecida para la mañana siguiente.


¡A solas con él! Lo estaba acompañando en uno de aquellos viajes en los cuales, tiempo atrás, pensaba perturbada. Un único temor la invadía: que él, dedicándole su atención, tranquilo como siempre, la viera asustada. Frente a aquella tranquilidad tan natural, se habría sonrojado a causa de lo injustificado de su temor si no fuera porque, con una ficción concientemente construida, precisamente para evitar la vergüenza y darse confianza a sí misma, le había buscado otra razones: la novedad misma del viaje, la enorme cantidad de sensaciones y percepciones extrañas, hasta ahora, a su alma cerrada y esquiva. Atribuía el esfuerzo realizado (el cual, así interpretado, no habría tenido nada de reprobable) a la conveniencia de no dejarse ver maravillada por las nuevas cosas de frente a alguien que, luego de tantos años de experiencia y dueño de sí, habría podido sentirse fastidiado. Se habría visto ridícula, además, a su edad, con esa curiosidad casi infantil que le quemaba los ojos. [...]

Viajaba en tren por primera vez. A cada instante, con cada giro de las ruedas, tenía la sensación de estar internándose en un mundo desconocido que, de improviso, se creaba en su espíritu con imágenes que aunque estuvieran cerca le parecían lejanas y le daban, junto al placer de mirarlas, una sensación de pena sutil e indefinible: la pena de que todo aquello existiera desde siempre mas allá y fuera de su vida y hasta de su imaginación. La pena de ser una extranjera entre aquellas impresiones, de estar de paso; la pena de saber que sin ella habrían continuado viviendo sus propias existencias. [...] Al volver la vista se encontraba a veces con la mirada y la sonrisa del cuñado que le preguntaba: “¿Cómo te sentís?” Ella respondía haciendo un señal con la cabeza: “Bien”. [...]

Al día siguiente, en Palermo, bajando de la casa del médico clínico luego de una larga visita, comprendió todo gracias al esfuerzo que hacía el cuñado para esconder su consternación, al tono preocupado con el cual éste había pedido que le explicaran, por segunda vez, la forma de administrar la medicina y al tono de la respuesta del médico. Comprendió que éste había declarado su sentencia de muerte, y que aquella mezcla de venenos en gota, a tomar dos veces al día antes de las comidas, no era otra cosa que un engaño piadoso, un viático para su lenta agonía. Salió, todavía un poco aturdida y disgustada por el difuso olor a éter que había en la casa del médico. Emergió desde las sombras de la escalera y llegó a la calle iluminada por el sol del atardecer; un cielo en llamas que del lado del mar parecía lanzar un inmenso nubarrón resplandeciente sobre la avenida larguísima. Y vio, entre los vehículos inmersos en ese resplandor dorado, la multitud hormigueante con sus rostros y ropajes salpicados de reflejos purpúreos, los distintos resplandores de las luces, los reflejos coloreados como si fueran piedras preciosas, de las vidrieras, de los carteles, de los espejos de los comercios. ¡La vida, la vida! ¡La pura vida! Sintió cómo su alma se desordenaba a causa de la conmoción de sus sentidos, envueltos en una embriaguez casi divina. No pudo experimentar ni la menor angustia, ni el más efímero pensamiento sobre su muerte próxima e inevitable, que ya la habitaba, acurrucada bajo el omóplato izquierdo, donde cada vez eran más agudas las puntadas. ¡No, no! ¡La vida, la vida! Y aquella conmoción interna que le sacudía el espíritu presionaba su garganta, donde algo, algo como una pena antigua instalada en lo más hondo de su ser había quedado atragantado. Entre tanta alegría, lloraba. “Nada... no es nada...”, dijo al cuñado con una sonrisa que las lágrimas en los ojos hicieron más luminosa. “Creo estar... no sé... Vamos, vamos...” “¿Al hotel?” “No... no...” “Entonces vamos a cenar al Chalet a mare, al Foro itálico ¿querés?” “Sí, donde quieras”. “Perfecto ¡Vamos! Después de cenar vamos a ver el paseo del Foro, a escuchar música...” Se subieron a un coche y fueron al encuentro de aquel nubarrón resplandeciente y enceguecedor.


¡Ah, qué increíble velada fue aquella para Adriana! En el Chalet a mare, bajo la luna, con la vista del Foro iluminado y recorrido por un estruendo continuo de coches centelleantes, el olor de las algas que venía del mar, el perfume de los azahares llegando desde los jardines. Estaba desorientada, como en un encanto sobrehumano, al cual una cierta angustia le impedía abandonarse completamente. La angustia disparada por la duda que no fuera real todo cuanto estaba viendo. Se sentía alejada, alejada de sí misma, sin memoria ni conciencia ni pensamiento; en una infinita lejanía soñada. [...] Sin querer, se giró a mirar al cuñado, y le sonrió, por gratitud. Pero enseguida, esa sonrisa le despertó una profunda ternura por sí misma, condenada a morir. ¡Justo ahora, que se asomaban frente a sus ojos estupefactos tantas maravillas! Una vida que hubiera podido ser la de ella, como lo era para todas las criaturas que vivían allí. Y pensó que tal vez había sido una crueldad llevarla de viaje. [...] Propuso al cuñado que regresaran ese mismo día. Quería volver a casa, liberarlo luego de esos cuatro días sustraídos a sus vacaciones. Él habría perdido un día más en acompañarla, pero luego podría retomar su camino anual por países lejanos, situados más allá de ese mar azul oscuro. Podría ir sin miedo, ella de seguro no moriría durante ese mes. No le dijo todo esto, sólo lo pensó. Le rogó por favor que la acompañara al pueblo. “No. ¿Por qué?”, le respondió él. “Ya que llegamos hasta acá, ahora venís a Napoli conmigo. Para mayor seguridad, consultaremos a otro médico”. “No, Cesare. No. Por favor. Déjame volver a casa. ¡Es inútil!” “¿Por qué? En absoluto. Va a ser mejor. Para mayor seguridad”. “¿No es suficiente con lo que nos hemos enterado aquí? No tengo nada, me siento bien ¿ves? Haré el tratamiento. Con eso alcanzará”. Él la miro seriamente y dijo: “Adriana, quiero hacerlo de este modo”. Ella ya no pudo replicar. Vio en sí misma a la típica mujer de su pueblo: esa que no debe oponerse a lo que el hombre considera justo y conveniente. Pensó que él tal vez quisiera para sí la tranquilidad de no haberse conformado con una sola consulta, la tranquilidad de escuchar a la gente del pueblo, luego de la muerte de ella, decir: “Él hizo de todo para salvarla. La llevó a Palermo, hasta Napoli la llevó...” ¿O realmente tenía la esperanza de que algún buen médico de un sitio más lejano dictaminara que su mal era curable? ¿Esperanzas en que descubriera un remedio para salvarla? O quizá... y esto era lo más creíble, sabiendo que lo suyo no tenía solución, él quería aprovechar este viaje con ella y proveerle una última y extraordinaria distracción, algo con que compensar la crueldad de la suerte. Pero ella estaba aterrada, aterrada de tener que atravesar todo ese mar. Era suficiente mirarlo y pensar en ello para que se le cortara la respiración, como si tuviera que cruzarlo a nado. “A esta altura del año, ni te vas a enterar que estás navegando. ¿Ves que tranquilo está? Además vas a conocer el barco de vapor... No te va a pasar nada”. ¿Acaso podía confesarle el oscuro presentimiento que la angustiaba frente a la visión de ese mar? Pensaba que si partía de viaje, si se despegaba de la costa de la isla –que ya le parecía tan alejada de su pueblo, y tan nueva- donde había experimentado una confusión tan extraña e intensa, y se aventuraba con él, desorientada, en el tremendo y misterioso más allá de ese mar, ya no habría regresado a su hogar, ya no habría surcado esas aguas en sentido contrario. Ya no lo haría sino muerta. No podía confesar este presentimiento ni siquiera a ella misma; y creía realmente en lo horroroso del mar, por la única razón de que no lo había visto nunca antes ni de lejos. Y, ahora ¿tendría que estar sobre él...?

Se embarcaron esa misma noche hacia Napoli. [...] Él sonrió frente a ese temor y la invitó a ponerse de pie. Luego, con una intimidad que hasta ahora no se había permitido, cruzó su brazo con el de ella, para sostenerla. La condujo a ver desde la cubierta los poderosos y brillantes pistones de acero que movían las hélices. Pero ella, aturdida por ese contacto insólito, no pudo resistir a ese paisaje ni al aire tibio, un tufo grasoso producto de la vaporización: se mareó y estuvo por apoyar la cabeza sobre el hombro de él. Se contuvo enseguida, casi aterrada por el deseo instintivo de abandono al cual había estado a punto de ceder. Él, solícito, le preguntó: “¿Te sentís mal?”. Con la cabeza, sin poder hablar, ella le respondió no.

Caminaron así, tomados del brazo, hasta la popa para mirar la larga estela ardiente y fosforescente sobre el mar ennegrecido por el cielo empolvado de estrellas hacia el cual el enorme tubo de la chimenea exhalaba continuamente el humo denso y lento, incandescente por el calor de la máquina. Para completar el encanto, apareció la luna. Primero, entre los vapores del horizonte, como una lúgubre máscara de fuego que se asoma amenazante a espiar en silencio sus dominios acuáticos. Luego, aclarándose poco a poco, delineándose precisa con su níveo fulgor, se extendió en el mar como un temblor argento sin fin. Y entonces, Adriana sintió crecer como nunca la angustia y el espanto que le producía ese deseo, que la envolvía y la arrastraba, de esconder, exhausta, su rostro en el pecho de él.

Sucedió en Napoli, a la salida de un café-concert donde habían cenado y pasado la velada. En sus viajes anuales, al salir por la noche de ese tipo de lugares, Cesare lo hacía usualmente con una mujer del brazo. Al ofrecérselo a ella ahora, percibió de repente bajo el gran sombrero negro con plumas el brillo de una mirada encendida. Inmediatamente, casi sin proponérselo, con un tirón apretó ambos brazos contra su pecho. Fue suficiente. El incendio se desató. Ahí, en la oscuridad, en el coche que los llevaba de vuelta al hotel, enlazados, con las bocas insaciables, una sobre otra, se dijeron todo. En pocos momentos, todo lo que él, en un instante, un relámpago, ante el brillo de aquella mirada, había adivinado: la vida de ella en tantos años de martirio y silencio. Ella dijo cuánto, desde siempre, siempre, sin pensarlo, sin saberlo, lo había amado; él, cuánto, desde jovencita, la había deseado, soñando con hacerla suya. Eso: ¡suya, suya!


Fue un delirio, un frenesí al que el afán de cobrarse en pocos días tantos años perdidos en fiebres sofocadas y ardores escondidos dieron un impulso inagotable. Tenían la necesidad de enceguecerse, de extraviarse, de no verse como hasta ahora se habían visto, siempre cuidando la compostura en aquel pueblo ínfimo de rígidas costumbres, para el cual ese amor, esa futura boda, habrían aparecido como un sacrilegio inaudito. ¿Qué boda? ¡No! ¿Por qué habría de constreñirlo a ese acto, sacrílego a la vista de todos? ¿Por qué ligarlo a ella, ahora, con tan poco tiempo de vida por delante? No, no: el amor, el amor frenético y arrollador en aquel viaje de pocos días. Viaje de amor, sin regreso; viaje de amor hacia la muerte. Ya no podía regresar al pueblo, volver a ver a sus hijos. Lo había presentido, al partir: sabía que, cruzando el mar, todo habría terminado para ella. Y ahora, adelante, adelante, quería avanzar, ir más arriba, más lejos, del brazo de él, ciega, hasta la muerte. Y así fue como pasaron por Roma, por Firenze, por Milano, casi sin ver nada. La muerte que anidaba en ella la fustigaba con sus aguijoneos, fomentando su ardor. “¡No es nada!”, decía ante cada asalto del dolor. “No es nada...” Y ofrecía su boca, con la palidez de la muerte sobre el rostro. “Adriana, vos estás sufriendo...”. “¡No, no es nada! ¿Qué importa?”

El último día en Milano, poco antes de partir hacia Venezia, se miró al espejo. Estaba desecha. Luego del viaje nocturno, cuando emergió en el silencio del alba la visión onírica, soberbia y melancólica, de la ciudad surgiendo del agua, comprendió que había llegado a su destino. Su viaje debía concluir allí.

Quiso disfrutar de su día Venezia. Por la tarde y por la noche, viajando en góndola por los canales silenciosos. Permaneció despierta durante toda la noche, con una extraña impresión sobre ese día: un día de terciopelo. ¿El terciopelo de la góndola? ¿El terciopelo de las sombras de ciertos canales? ¡Quién sabe! El terciopelo del ataúd.

A la mañana siguiente, cuando él salió del hotel para entregar en el Correo algunas cartas con destino a Sicilia, ella entró en su habitación. Descubrió sobre la mesa de luz un sobre cerrado. Reconoció la caligrafía de uno de sus hijos. Se llevó el sobre a la boca y lo beso desesperadamente. Luego, volvió a su habitación. Extrajo de la cartera de cuero la ampolla con la mezcla de venenos intacta. Se tiró sobre la cama con la sábanas todavía revueltas de la noche anterior y la bebió de un trago.

siete cuentos de Pirandello. Cuatro: Nada serio



Nada serio

¿Perazzetti? No. Además, él era un caso muy particular.

Las decía con una seriedad tan absoluta que no parecía él; mirándose las uñas, larguísimas, que cuidaba meticulosamente.

Es cierto que luego, de forma repentina, sin razón aparente... Un pato, exactamente como un pato: estallaba en carcajadas que parecían el graznido de un pato; e chapoteaba en ellas exactamente como un pato. Muchos eran los que hallaban en estas carcajadas la prueba irrefutable de la locura de Perazzetti. Al verlo retorcerse con lágrimas en los ojos, los amigos le preguntaban:

-¿Por qué?

Y él:

-Nada. No se los puedo decir.

Al ver reir a alguien, que no quiere decir por qué, de esa manera, uno queda desconcertado, con cara de tonto uno queda, y una cierta irritación en el cuerpo, que en los denominados "irritables" puede convertirse fácilmente en un malhumor feroz y en deseos de arañar.

No pudiendo arañar, los denominados "irritables" (que, por lo demás, son muchos en la actualidad) si agitaban con rabia y decían de Perazzetti:

-¡Está loco!

Tal vez si Perazzetti les hubiera dicho la razón de su graznido... Pero por lo general no podía. Realmente no podía.

Su imaginación era muy movediza y, para peor, caprichosa: al ver a las personas, si regodeaba despertando en su interior, sin que él lo quisiera, las más extravagantes imágenes y destellos cómicos inexpresables. Le revelaba de golpe tan extrañas y arbitrarias analogías, le representaba contrastes tan cómicos y grotescos que la carcajada brotaba irrefrenable.

¿Cómo comunicarle a los demás el juego instantáneo de aquellas fugaces imágenes impensadas?

Perazzetti sabía muy bien, por experiencia propia, cómo difiere en cada hombre el fondo de su ser de las variadas interpretaciones que cada uno genera espontáneamente o por ficciones inconcientes que obedecen a la necesidad de creernos o hacer creer, por imitación, por necesidad o por conveniencias sociales, que somos distintos de lo que somos.

Sobre este fondo del ser, Perazzetti había llevado adelante estudios detallados. Lo llamaba “el antro de la bestia”. Y de esa forma pretendía referirse a la originaria bestia que hay dentro de cada uno de nosotros, y que ha sido aplacada bajo todos los estratos de conciencia que progresivamente han sido colocados a lo largo de los años.

El hombre, decía Perazzetti, al tocarlo, al hacerle cosquillas en este o en aquel estrato, responde con una inclinación, con sonrisas, estira la mano, dice buen día y buenas tardes, presta quizá cien liras; pero cuidado con ir a escarbar allá abajo, en "el antro de la bestia": sale el diablo, el bribón, el asesino. Aunque también es cierto que, luego de todos estos siglos de civilización, muchos hospedan en su antro una bestia demasiado mortificada: un cerdo, por ejemplo, que cada noche reza el rosario.

En el restaurante, Perazetti estudiaba las impaciencias reprimidas de los comensales. Por fuera, la educación; por dentro, un asno que deseaba su porción de forraje inmediatamente. Se divertía muchísimo imaginando todas las especies de bestias escondidas en los antros de los hombres que conocía: aquél tenía de seguro un hormiguero, aquél otro un puercoespín, éste un pollo, y así sucesivamente.

Pero con frecuencia, las carcajadas de Perazzetti tenían una razón, por así decir, más constante; una que realmente no era aconsejable desparramar por todo el mundo, sino confiar en voz baja al oído de alguien, en caso de ser necesario. Así transmitida, les aseguro que se resolvía en un ruidoso estallido de risa. Se la confió una vez a un amigo de quien deseaba que no lo tomara por loco.

Yo no se las puedo decir en voz alta; puedo apenas indicarla. Intenten ustedes capturarla al vuelo, ya que, dicha en voz alta, correría el riesgo de parecer una tontería. Y no lo es.

Perazzetti no era un hombre vulgar. Declaraba estimar altamente a la humanidad, a todo cuanto ella, a pesar de la bestia originaria, ha sido capaz de hacer. Pero Perazzetti no olvidaba que el hombre, capaz de crear tantas bellezas, es también una bestia que come, y que comiendo se ve constreñido a obedecer todos los días a ciertas necesidades naturales íntimas que no precisamente lo honran.

Si veía a un pobre hombre, o a una pobre mujer, en un acto humilde y sumiso, Perazzetti no pensaba en todo aquello; pero, en cambio, si veía a cierta mujeres que se daban aires de importancia, o a algunos hombres presuntuosos, inflados de altivez, era un desastre: se disparaba dentro suyo la imagen de aquellas íntimas necesidades naturales a las cuales también ellos debían obedecer forzosamente todos los días. Los imaginaba en esa situación y estallaba, sin excepción, en una carcajada.

No había belleza femenina ni nobleza masculina que se salvara de este desastre en la imaginación de Perazzetti. Cuanto más etérea e ideal se presentaba una mujer, cuanto más bien parecido y majestuoso se presentaba un hombre, más intensas eran aquellas imágenes malditas que se despertaban imprevistamente en él.

Bajo estas condiciones, traten ahora de imaginar a Perazzetti enamorado.

Se enamoraba, y cómo, el desgraciado. ¡Con una espantosa facilidad! No pensaba en nada más; apenas enamorado, dejaba de ser él; se convertía en otro, se convertía en el Perazzetti que todos querían. En el Perazzetti que la mujer en cuyos brazos había caido deseaba que fuera, pero también en el que querían sus futuros suegros, sus futuros cuñados y hasta los amigos de la casa de la futura esposa.

Había estado de novio, como mínimo, en veinte oportunidades. Y hacía estallar de la risa describiendo todos los Perazzetti que había sido, uno más imbécil que el otro: el que se pasaba repitiendo lo que decía la suegra, el de las estrellas fijas de la cuñadita, el de las habas del amigo no se quién.

Cuando el calor de la llama que le había provocado ese estado de fusión comenzaba a perder intensidad, recuperaba poco a poco su forma habitual. Tomando conciencia de sí, experimentaba, en un primer momento, estupor y asombro al contemplar la forma que le habían dado, la parte que le habían hecho representar, el estado de imbecilidad al que lo habían reducido. Entonces, al mirar a su novia, a su suegra y a su suegro, regresaban las terribles carcajadas. Debía huir –no había solución de compromiso posible-, debía huir.

Pero el problema era que no querían dejarlo huir. Era un joven excepcional Perazzetti, de posición holgada, simpático: lo que se dice un partido envidiable.

Los dramas atravesados en sus veintitantos noviazgos, en caso de ser narrados por él y compilados en un libro, constituirían una de las más divertidas lecturas de nuestros días. Pero aquello que en los lectores provocaría risas, han sido desgraciadas lágrimas, auténticas lágrimas del pobre Perazzetti. De rabia, de angustia, de desesperación.

Cada vez que le sucedía, se prometía y juraba ya nunca más caer en esa trampa; se proponía elucubrar algún remedio heroico que le impidiera volver a enamorarse. ¡Pero no funcionaba! Al poco tiempo, recaía en el amor, siempre peor que la vez anterior.

Finalmente, un día fue dada la noticia, recibida como la explosión de una bomba, de su casamiento. Su casamiento con nada menos que... En un primer momento, nadie estaba dispuesto a creerlo. Perazzetti había cometido todo tipo de locuras a lo largo de su vida, pero nadie lo creía capaz de llegar al extremo de atarse para toda la vida con una mujer como esa.

¿Atarse? Cuando a uno de los muchos amigos que fueron a visitarlo a su casa, se le escapó esa palabra, Perazzetti estuvo cerca de comérselo.

-¿Atarse? ¿Atarse de qué manera? ¿Atarse por qué? ¡Estúpidos, tontos, imbéciles! ¡Todos! ¿Atarse? ¿Quién dijo eso? ¿Te parezco atado? Ven, entra aquí... Esa es mi cama de siempre, ¿o acaso me equivoco? ¿Te parece una cama matrimonial? ¡Eh, Celestino! ¡Celestino!

Celestino era su viejo sirviente de confianza.

-Dime algo, Celestino, ¿Vengo a dormir aquí todas las noches, solo?

-Sí, señor. Solo.

-¿Todas las noches?

-Todas las noches, señor.

-¿Y dónde como?

-Aquí.

-¿Con quién como?

-Solo.

-¿Tú me haces la comida?

-Sí, señor. Yo le hago la comida.

-¿Soy el mismo Perazzetti de siempre?

-Sí, señor. Siempre el mismo.

Después de ese interrogatorio, y luego de permitir que el sirviente se retirara, Perazzetti abrió lo brazos y dijo:

-Por lo tanto...

-¿Por lo tanto no es cierto? –preguntó el otro.

-¡Sí! ¡Es cierto! ¡Completamente cierto! –respondió Perazzetti. - ¡Me casé con ella! ¡Me casé por Iglesia y por civil! ¿Pero qué tiene que ver eso? ¿Te parece algo serio?

-No, por el contrario, totalmente ridículo.

-¿Y entonces? – dijo Perazzetti-. ¡Fuera de aquí! ¡Se acabó eso de reir a mis espaldas! ¿Ustedes me querían muerto, no es cierto? Con el lazo siempre anudado a la garganta. ¡Suficiente, suficiente, queridos míos! ¡A partir de ahora, soy libre! Era necesario que atravesara esta última tormenta, de la que salí vivo milagrosamente.


La “última tormenta” a la que aludía Perazzetti era su noviazgo con la hija del responsable del departamento del Ministerio de Finanzas, comendador Vico Lammanna; y no exageraba al decir que por milagro había salido vivo de aquella. Le había tocado batirse a duelo de espadas con Lino Lamanna, el hermano de ella; y puesto que Perazzetti era muy amigo de Lino y no tenía nada, absolutamente nada contra él, se había dejado –en gesto generoso- ensartar como un pollo.

En aquella oportunidad parecía –y cualquiera hubiera puesto las manos en el fuego- que el matrimonio de Perazzetti finalmente se concretaría. La señorita Ely Lammanna, educada a la inglesa –como podía deducirse también de su nombre-, sincera, franca, sólida, sin grandes ni rebuscadas sofisticaciones (léase “zapatos a la americana”), había logrado salvarse del habitual desastre que se producía en y por la imaginación de Perazzetti. Alguna que otra carcajada, sí, se le había escapado mirando al suegro comendador, hombre de aires importantes, que le hablaba muchas veces con ese tono espeso y pegajoso…

Pero eso fue todo. Había confiado con gracia a su futura esposa el por qué de las carcajadas. Ella río con él. Superado ese escollo, Perazzetti creyó que aquella era la ocasión de alcanzar finalmente el tranquilo puerto de la boda (por decirlo de algún modo). La suegra era una viejita buena, modesta y taciturna; Lino, el cuñado, parecía hecho especialmente para entrar en relaciones con él.

En efecto, Perazzetti y Lino Lamanna se volvieron inseparables desde el primer día de noviazgo. Se puede decir que, más que con la futura esposa, Perazzetti estaba con su cuñado: excursiones, salida de caza, cabalgatas juntos y juntos en canoa sobre el Tevere.

El pobre Perazzetti podía imaginar cualquier cosa, menos que esta vez el “desastre” proviniese de esa intimidad excesiva con su cuñado, causa de un nuevo disparo de su fantasía tan bromista cuanto morbosa... A partir de cierto momento, Perazzetti comenzó a descubrir semejanzas entre su novia y el hermano de ella.

Fue en Livorno, en los baños a los que concurrió, naturalmente, con Lino.

Perazzetti, que tantas veces había visto a Lino en malla en la sociedad de canotaje del Tevere, vio ahora a la prometida en traje de baño, al notar un rasgo femenino en los muslos de su hermano.

¿Qué sensación tuvo Perazzetti al descubrir esta semejanza? Comenzó a sudar. Un sudor frío que se originaba en los estremecimientos producidos por el hecho de pensar en mantener una intimidad conyugal con Ely Lamanna, tan parecida a su hermano. Un intimidad que se le apareció enseguida como monstruosa, contra natura: se retorcía con cada caricia que ella le hacía, y al sentirse mirado con ojos unas veces incitantes y provocadores y otras lánguidos en la promesa de una voluptuosidad añorada.

Perazzetti podía gritarlas:

-¡Dios mío, por favor! ¡Ya basta! ¡Terminemos con esto! Yo puedo ser muy amigo de Lino porque no tengo que casarme con él; pero no puedo casarme contigo porque no podría dejar de pensar que me estoy casando con tu hermano!

Las torturas que padeció Perazzetti en esta ocasión superaron por mucho a todas las anteriores. Concluyó el día en que recibió aquél golpe de espada que de milagro no lo envío al otro mundo.

Apenas recuperado de la herida, encontró el remedio heroico que clausuraría para siempre el camino del matrimonio.

Dirán ustedes: ¿acaso contrayendo matrimonio se salva uno del matrimonio?

¡Sin dudas! Con Filomena, la mujer del perro. Tomando por esposa a Filomena, pobre tonta a quien se veía todas las tardes en la calle, llevando siempre ciertas varas cargadas de verduras que se sacudían, arrastrada por un perro negro que no la dejaba nunca concluir las breves carcajadas asesinas que le dedicaba a policías, a jovencitos apenas salidos de la infancia y a los soldados, tanta era la prisa que llevaba –maldito perro- para llegar quién sabe dónde, quién sabe a qué alejado rincón oscuro...

Se casó con ella por Iglesia y por Civil. La sacó de la calle, le asignó veinte liras diarias y la mandó lejos, al campo, con su perro.

Los amigos, pueden ustedes imaginar, no lo dejaron en paz durante mucho tiempo. Pero Perazzetti se había tranquilizado ya, y decía las cosas tan seriamente que no parecía él.

-Sí –decía, mirándose las uñas. – Me casé con ella. Pero no es nada serio. Dormir, duermo solo y en casa; comer, como solo y en casa. No la veo, no me molesta... ¿A Ustedes les preocupa el tema del apellido? Sí: le he dado mi apellido. Pero, señores míos ¿qué es un apellido? Nada serio.

En rigor, las cosas serias no existían para Perazzetti. Todo está en la importancia que se les da a las mismas. Una cosa completamente ridícula, si se le da importancia, puede volverse algo muy serio; del mismo modo, la cosa más seria puede convertirse en la más ridícula. ¿Hay algo más serio que la muerte? Y sin embargo hay tantos que no le dan importancia...

Está bien, de acuerdo. Pero ya lo quisieran ver en unos días, le decían los amigos, ¡cuán arrepentido estaría!

-¡Qué inteligentes! – respondía irónicamente Perazzetti. -¡Por supuesto que me arrepentiré! Ya comienzo a estar arrepentido...

Frente a esta afirmación, los amigos desataban el escándalo:

-¿Te das cuenta? ¡Tenemos razón!

-Imbéciles, - replicaba Perazzetti- justo cuando me arrepienta realmente, experimentaré los beneficios de mi remedio, porque el arrepentimiento significará que me habré enamorado nuevamente al punto tal de querer cometer la más grande de las bestialidades: casarme.

Coro:

-¡Pero si ya te casaste!

Perazzetti:

-¿Lo dicen por aquella? ¡Por favor! Aquella no es nada serio.

Perazzetti había contraído matrimonio para protegerse del peligro de casarse.