La captura
El señor Guarnotta acompañaba con su cuerpo tambaleante el andar de la mula, como si él también estuviera caminando. A decir verdad, las piernas, con los pies salidos de los estribos, por poco no se arrastraban por el polvo de la gran calle.
Regresaba, como todos los días a aquella hora, de su finca casi asomada al mar, sobre el borde de un terreno elevado. Más cansada y triste que él, la mula se esforzaba desde hacía un rato por superar las últimas pendientes en subida de aquella calle interminable, hecha de curvas y contracurvas que rodeaban el cerro, en cuya cima parecían pegotearse unas con otras las decrépitas casas del pueblo.
Para esa hora ya todos los campesinos habían regresado de la campiña: la calle grande estaba desierta. Si por casualidad se veía alguno, el señor Guarnotta estaba convencido de que sería saludado: todos, gracias a Dios, lo respetaban.
Para el señor Guarnotta, a esa altura de su vida, no sólo esa calle grande, sino el mundo entero estaba desierto; y de cenizas como las del aire del atardecer estaba hecha su vida.
Las ramas deshojadas de los árboles que se asomaban por sobre los muros, los cercos altos de los nopales y, por aquí y por allá, montoncitos de canto rodado que nadie pensaba extender sobre esa calle grande toda huellas y pozos. Guarnotta miraba todas esas cosas, inmersas en esa inmovilidad silenciosa y abandonada en la que estaban y le parecían tan oprimidas por una vana pena infinita como él. Al aumentar esta sensación de vacuidad dejaba de escucharse el ruido de las pisadas de la mula, como si el silencio se convirtiera en polvo.
¡Y cuánto de ese polvo se llevaba a casa Guarnotta cada noche! La mujer, apenas él se quitaba la chaqueta, la sostenía lo más lejos posible de su cuerpo y, girando, se la mostraba a las sillas, al armario, a la cama, a la cajonera, intentando desahogarse:
- ¡Miren, miren! Se podría escribir sobre ella con el dedo.
¡Si al menos se hubiera dejado convencer de no llevar al campo el traje negro de paño! Para eso le había encargado tres de fustán.
Guarnotta, en mangas de camisa, habría mordido de buena gana esos tres dedos regordetes que su mujer rabiosamente le ponía delante, casi metiéndoselos por los ojos. Pero él, perro manso, se conformaba con lanzarle una mirada cruzada y la dejaba hablar. Al morir su hijo, quince años atrás, había jurado vestir siempre de negro. O sea que…
-¿Pero también en la campaña? Hago que te pongan el luto en la manga de los trajes de fustán. Y, a esta altura, sería suficiente con la corbata negra. ¡Hace ya quince años!
La dejaba hablar. ¿No pasaba acaso todo el santo día en su finca? En el pueblo, hacía años que no se encontraba con nadie. Por lo tanto…
-Por lo tanto ¿qué?- Si no llevaba luto en la campaña, ¿dónde llevarlo? - Por amor de Dios, hay que reflexionar un poco antes de abrir la boca y dejar salir las palabras. En el corazón, sí: ¡muchas gracias por el consejo! ¿Dudaba ella que acaso no lo llevara también en el corazón? Quería que se viera desde afuera… -Que lo vieran los árboles, o los pajaritos en el aire, porque ojos para verse el luto él mismo no tenía. ¿Y, por otra parte, por qué se quejaba tanto la esposa? ¿Acaso era ella quien sacudía y cepillaba el traje cada noche? Para eso estaban las sirvientas. Tres para dos personas. ¿Por cuestiones de gasto, entonces? Un traje negro por año: ochenta o noventa liras. ¡Vamos, pues! Debería haberse dado cuenta de que no le convenía protestar tanto. Además, era la segunda mujer y el hijo muerto era de la primera. Sin otros parientes, ni siquiera lejanos, cuando él muriera todos sus bienes (que no eran pocos, por cierto) le habrían correspondido a ella y a sus sobrinos. Callada, entonces. Al menos por prudencia… ¡Obviamente!, si ella hubiera entendido todo esto no sería la buena mujer que era…
He ahí la razón por la cual él estaba todo el día en la campaña. Solo, entre los árboles que crujían sin cesar, levemente, y con la extensión sin límites del mar frente a sus ojos, con su murmullo sordo y lento, se había acostumbrado a sentir la vacuidad de todo y el tedio angustiante de la vida.
Estaba a menos de un kilómetro del pueblo. Desde lo alto de la pequeña Iglesia de la Dolorida le llegaban, lentos y suaves, los repiques de campana del Avemaría cuando, de repente, en una curva pronunciada de la calle escuchó:
-¡Al piso!
Desde las sombras se vio saltar a tres hombres con las caras vendadas y armados con fusiles. Uno asió a la mula por el ronzal; los otros dos, en un abrir y cerrar de ojos, lo tiraron de la montura. Luego, mientras uno inmovilizaba sus piernas con la rodilla y le ataba las muñecas, otro le vendaba los ojos con un pañuelo doblado, que anudaba por detrás de la nuca.
Tuvo apenas el tiempo para decir:
-Pero, muchachitos ¿por qué a mí?
Lo levantaron, lo arrastraron violentamente, tirando de sus brazos, fuera de la calle grande, bajando por ladera pedregosa en dirección al valle.
-Muchachos…
-¡Silencio o estás muerto!
Más que los empujones y las arrastradas, era el jadeo de esos tres por la violencia que cometían lo que le infundía terror. Para tener ese jadeo de fiera debía ser tremendo lo que se habían propuesto hacer con él. Pero matarlo, al menos enseguida, no parecían desearlo. Si hubiera sido una orden o una venganza, lo habrían matado ahí en la gran calle, desde las sombras donde se habían apostado. Por lo tanto, lo estaban capturando para extorsionarlo.
-Muchachos…
Apretándolo con más fuerza y sacudiéndolo, lo intimaron a que se callara.
-¡Al menos aflójenme un poco la venda! Me apreta demasiado los ojos… y no puedo…
-¡Camina!
Primero hacia abajo, luego hacia arriba y adelante, luego hacia atrás, luego de nuevo hacia abajo, y finalmente arriba arriba arriba. ¿Dónde lo llevaban? En la confusión de pensamientos y sentimientos, entre el sucederse imágenes siniestras y el esfuerzo que le provocaba esa carrera a ciegas, a saltos, a empujones, entre piedras y maleza (¡qué extraño esto último!), las luces, las primeras luces encendidas -de las casas, de las calles- en el pueblo, todavía iluminado a base de petróleo, se le aparecían, a pesar de la venda que le aplastaba los ojos, tal como las había visto antes de que saltaran sobre él. Tal como las había visto tantas veces con anterioridad, regresando de la finca siempre a esa hora. Se le aparecían nítidas, como si estuvieran ahora mismo frente a sus ojos. Caminaba arrastrado, tironeado, tropezando, aterrado, y se llevaba consigo esas lucecitas placenteras y tristes, junto con el cerro y el pueblito, donde ninguno sabía la violencia de la que era víctima en ese mismo momento y donde cada uno se preocupaba por sus asuntos cotidianos. En cierto momento, advirtió el trote apurado de su mula.
-¡Ah! - su vieja mula cansada viajaba con ellos. ¿Qué podría entender de todo eso, pobre bestia? Quizá percibía la furia insólita, la inédita violencia, pero iba a donde la llevaban, sin entender nada.
Si se hubieran detenido al menos un momento y hubiera podido hablar, les habría dicho que estaba dispuesto a darles todo lo que quisieran. No tenía mucha vida por delante, y no valía la pena pasar un momento así por un poco de dinero -un dinero que ya no le proporcionaba ninguna alegría.
-Muchachos…
-¡Silencio! ¡Camina!
-¡No puedo más! ¿Por qué me hacen esto? Estoy dispuesto…
-¡Silencio! Hablaremos más tarde… ¡Camina!
Lo hicieron caminar en esas condiciones durante una eternidad. Llegó un momento en que fue tanto el cansancio, tanto el aturdimiento que le producía el pañuelo al presionar su cabeza, que sintió que se desvanecía y ya no comprendió más nada…
Volvió en sí recién por la mañana siguiente, en una gruta baja, aturdido en medio de un tufo rancio que parecía ser exhalado por la palidez misma de las primeras luces del día. Apenas si se insinuaba aquella luz lívida por entre las formaciones arcillosas de la gruta. Pero le aliviaba la pesadilla de las violencias sufridas, que ahora le parecían un sueño: violencias ciegas, propias de brutos, sobre su cuerpo imposibilitado ya de sostenerse en pie y que viajaba primero sobre la espalda de uno, luego sobre la de otro; tirado al suelo, arrastrado y levantado de las manos y los pies.
¿Dónde estaba ahora?
Trató de escuchar algo. Le pareció que afuera había un silencio de altura. Por un momento se sintió como suspendido. Pero no podía moverse. Yacía por tierra como un animal muerto; atado de pies y manos. Los miembros le pesaban como si fueran de plomo; así también la cabeza. ¿Estaba herido? ¿Lo habían tirado allí dándolo por muerto? No. Estaban afuera, confabulando. O sea que su suerte no estaba aún decidida. Pero el recuerdo de lo que le había sucedido ya no se le presentaba como una desgracia que le incumbiese y que le produjera algún impulso a liberarse de ella. No. Sabía que no podía, y casi no quería. La desgracia estaba consumada, como si viniera de un tiempo lejano, desde otra vida, una vida que quizá hubiera procurado salvar, cuando todavía los miembros no le pesaban como ahora y la cabeza no le dolía tanto. Ahora ya nada de eso le importaba. Su vida -miserable- había quedado allá abajo, lejos lejos, donde lo habían capturado: aquí, ahora, sólo era silencio, alto y vano y sin memoria. Incluso si lo hubieran dejado ir, no habría tenido la fuerza -quizá ni siquiera el deseo- de bajar y recuperar su vida.
De pronto una corriente de ternura, de piedad por sí mismo, surgió dentro suyo y se enroscó produciéndole un estremeciento de terror: vió entrar gateando a uno de aquellos tres en la gruta, con el rostro oculto detrás de un pañuelo rojo perforado a la altura de los ojos. Enseguida le miró las manos. No tenía armas. En lugar de eso, tenía un lápiz nuevo, de esos que venden por una moneda, todavía sin punta. En la otra mano, apoyada en el suelo, una rústica hoja de papel de carta ya muy manoseada, con el sobre en el medio. Aliviado, sin querer sonrió; mientras tanto, entraban a la gruta los otros dos, también gateando y vendados. Uno lo agarró y le desató solamente las manos: El que había entrado primero dijo:
-¡Atención! ¡Escriba!
Le pareció reconocer la voz. ¡Claro! Era Manita: le decían así porque tenía un brazo más corto que el otro. ¿Era él, realmente? Le miró el brazo izquierdo. Él, sí. Y seguramente a los otros dos los habría reconocido enseguida de haberse quitado las vendas. Conocía a todos los habitantes del pueblo. En ese momento habló:
-¿Atención, yo? ¡Atención ustedes, muchachos! ¿A quién quieren que escriba? ¿Con qué escribo? ¿Con esto? Y mostró el lápiz.
-¿Cuál es el problema? ¿No es un lápiz?
-Sí, es un lápiz, eso seguro. Pero ustedes no tienen idea de cómo se usa.
-¿Por qué?
-Porque hace falta sacarle punta.
-¿Sacarle punta?
-Exacto, con un sacapuntas; se mete esta punta ahí…
-¡Qué sacapuntas ni sacapuntas!
Y Manita volvió a gritar:
¡Basta, basta, me cago en Dios!
-Basta, sí, Manita querido…
-¡Ah! -exclamó aquel- ¿Me ha reconocido?
-Escuchame una cosa: ¿Escondes la cara y dejas al descubierto el brazo? Sácate el pañuelo y mírame a los ojos. ¿Me haces esto? ¿A mí?
-Bueno, bueno, ya basta de charla -gritó Manita, quitándose violentamente el pañuelo de la cara- ¡He dicho que ya ha sido suficiente! ¡Escriba o lo mato!
-Adelante, estoy preparado -respondió Guarnotta. -Ni bien le saquen punta al lápiz. Aunque si me dejan hablar… Quieren dinero muchachos ¿no es cierto? ¿Cuánto?
-¡Tres mil onzas!
-¿Tres mil? No piden poco.
-¡Usted las tiene, no venga con historias!
-¿Tres mil onze?
-¡Y más también!
-Sí, más también. Pero no en casa, no en efectivo. Debería vender casas y tierras. ¿Les parece que eso sea posible de un día para otro, y encima en mi ausencia?
-¡Van a tener que pedir prestado!
-¿Quiénes?
-¡Tu esposa y sus sobrinos!
El señor Guarnotta sonrió amargamente y trató de enderezarse apoyándose sobre uno de sus codos.
-De esto quería hablar, precisamente -respondió. -Se equivocaron, hijos míos. ¿Contaban con mi esposa y sus sobrinos? Si lo que quieren es matarme, aquí estoy. Mátenme y punto. Pero si lo que quieren es dinero, no podrán conseguirlo de otro modo que no sea a través mío. Y eso con la condición de que me dejen ir a casa.
-¿Qué está diciendo? ¿Usted, a casa? ¿Habla en serio? ¡Ni que estuviéramos locos!
-Siendo así… - suspiró Guarnotta.
Manita le arrancó de la mano a su compañero el papel de carta y repitió:
-¡Basta de charla, he dicho! ¡Escriba! El lápiz… Cierto, hay que sacarle punta… ¿Cómo se hace?
Guarnotta les explicó cómo y los tres, luego de mirarse entre sí a los ojos, salieron de la gruta. Al verlos salir de ese modo, a gatas, como bestias, Guarnotta no pudo menos que sonreír. Pensó que se pondrían los tres a sacarle punta al lápiz, y que quizá, a fuerza de podarlo como la rama de un árbol, lo habrían vuelto inutilizable. Sonreía, sí, pero quizá en ese momento su vida dependía de la ridícula dificultad que aquellos encontraran frente a esa nueva operación: tal vez, rabiosos de ver cómo el lápiz se consumía frente a sus ojos, habrían vuelto a la gruta para mostrale que si sus cuchillos no servían para sacarle punta a un lápiz, sí servían, en cambio, para degollarlo. Había cometido un error imperdonable al hacerle saber a Manita que lo había reconocido.
Allá estaban aquellos: se peleaban, protestaban, insultaban… Se pasaban de uno a otro aquel pobre lápiz barato cada vez más corto. Quien sabe qué cuchillos sostenían esas manotas ásperas y arenosas.
Hélos aquí, entrando nuevamente a la gruta, uno detrás del otro, derrotados.
- Madera débil -dijo Manita. - ¡Un asco! Usted que sabe escribir, ¿no tendría por casualidad un lápiz con buena punta en el bolsillo?
-No tengo, hijito - respondió Guarnotta. -De todas formas, todo esto es inútil, se los aseguro. Habría escrito, si me hubieran facilitado los elementos, pero ¿a quién? ¿A mi esposa y a esos sobrinos? Esos sobrinos son suyos, no míos ¿entienden? Y, además, no habrían respondido, de eso estén seguros; habrían fingido, haciendo de cuenta que esa carta intimidatoria nunca llegó. Y adiós para mí. Si lo que quieren es dinero, no tendrían que haberse echado encima mío en un primer momento, deberían haber ido a acordar con ellos: tanto -pongamos, mil onzas- por asesinarme. Y así todo, no habrían obtenido nada; porque mi muerte la desean, eso sin dudas, pero ya soy viejo: esperan que la lleve a cabo Dios, gratis y sin remordimientos, en cualquier momento. ¿Pretenden seriamente conseguir que les den un centésimo, un solo centésimo, a cambio de mi vida? Se equivocan. Y con tal de no morir de esta manera, les prometo y juro por el alma santa de mi hijo que apenas pueda, dos o tres días, vendré yo mismo a traerles el dinero que me indiquen.
-¿Eso después de denunciarnos?
-¡Les juro que no! ¡Les juro que no los delataré ante nadie! ¡Es la vida lo que está en juego!
- Eso ahora ¿pero cuando quede libre? Antes de ir a su casa, irá a hacer la denuncia.
-¡Les juro que no! Claro, tienen que confiar en mí. Tengan en cuenta que yo voy todos los días a la campaña: mi vida está ahí, entre ustedes. Y siempre he sido como un padre para ustedes. Siempre me han respetado, Dios santo, y ahora… ¿Realmente creen que me expondría al riesgo de una venganza? Confíen; dejen que regrese ahora a casa y les aseguro que tendrán el dinero…
No respondieron nada. Volvieron a mirarse entre sí y salieron nuevamente de la gruta, a gatas.
Por el resto del día ya no los escuchó. Antes los había oído durante un buen rato discutir fuera de la gruta; luego no escuchó más nada. Esperó. Barajando mentalmente las suposiciones sobre cúal habría sido la decisión. Algo le pareció evidente: había caído en manos de tres estúpidos novatos, cumpliendo su primer delito.
Se habían abalanzado sobre él ciegamente, sin considerar antes las condiciones de su familia; pensando solamente en su dinero. Ahora, convencidos del error que habían cometido, ya no sabían, o no sabían aun, cómo resolverlo. En el juramento que no serían denunciados, ninguno de los tres habría confiado: menos que menos Manita, que había sido reconocido. ¿Qué hacer, entonces?
No le quedaba más que esperar que a ninguno de los tres se le diera por arrepentirse del estúpido acto cumplido en vano y, junto al arrepentimiento, le surgiera el deseo de borrar el error para regresar a la buena senda; que en cambio, los tres, resueltos a vivir fuera de toda ley y a cometer otros delitos, no se cuidaran de borrar las huellas de éste, evitando así de cargárselo inútilmente en sus conciencias. Porque, reconocido el error y resueltos a continuar siendo tres granujas desterrados, podían permitirle vivir y dejarlo ir sin tener que cuidarse de ser denunciados. Si querían regresar a la buena senda, arrepentidos, para impedir la denuncia que sabían inevitable debían necesariamente asesinarlo. Se deducía de aquello que Dios debía ayudarlo a abrir sus mentes, para que así reconocieran que no sacarían ningún provecho del deseo de seguir siendo hombres honestos. Cosa no tan difícil de lograr, visto que la intención de dejar serlo ya la habían demostrado al capturarlo. Sin embargo, era de temer el hecho del desengaño experimentado en este primer movimiento, al constatar el terrible error cometido ni bien encaminados en la nueva vida. Y se sabe que un desengaño se convierte enseguida en deseo de alejarse del camino que ha comenzado mal. Para retroceder, borrando cualquier rastro de los primeros pasos, lo lógico era cometer un delito; pero, en caso de querer evitarlo, ¿la misma lógica no los habría llevado a aventurarse por aquél camino en busca de otros delitos por cometer? Siendo así, mejor este ahora, al principio, que podía permanecer oculto sin dejar rastros que muchos después a plena luz del día y arriesgados. A cambio de éste, podrían conservar aún la esperanza de salvarse, si no frente a sus propias conciencias al menos delante de los hombres; en caso de querer evitarlo, se habrían extraviado para siempre.
Conclusión de estas reflexiones atormentadas: la certeza sobre el hecho de que hoy o mañana, quizá esa misma noche –en horas del sueño-, lo habrían asesinado.
Esperó durante tanto tiempo que la gruta se oscureció por completo. Y ante la idea que el silencio y el cansancio pudiesen sobre él más que el miedo de quedarse dormido, sintió que un temblor lo recorría de la cabeza a los pies: su instinto bestial lo impulsaba, incluso con las manos y los pies atados, a salir de la gruta apoyándose en sus codos, arrastrándose por la tierra como un gusano. Mucho debió penar para persuadir a su instinto bestial aterrado de hacer el menor ruido posible.
Pero, en definitiva, ¿qué esperaba de poder asomar la cabeza como una lagartija en su cueva? ¡Nada! Poder ver el cielo, al menos; y mirar, al aire libre, con sus propios ojos, a la muerte, y evitar que le fuera infligida traicioneramente mientras estuviera durmiendo. Esto, al menos.
Ahora sí... ¡Silencio! ¿Es la luz de la luna? Luna nueva, sí, y muchas estrellas... ¡Qué hermosa noche! ¿Dónde estaba? En algún lugar sobre una montaña... ¡Qué aire y qué silencio tan particular! Quizá era el monte Caltafaraci o el San Benedetto... Entonces ¿qué era eso de allá? ¿La planicie de Consolida o la planicie de Clerici? Sí, y aquella montaña allá, hacia el poniente, debía ser Carapezza. ¿Y aquéllas lucecitas por allí, titilantes, como un rocío di luciérnagas en la claridad opalina de la luna? ¿Eran acaso las de Girgenti? Pero entonces, siendo así... ¡Oh, Dios, estaba realmente cerca! Y sin embargo le pareció que había caminado tanto... tanto...
Miró a su alrededor, como si le infundiera temor la esperanza de que aquellos muchachos lo hubieran dejado allí, abandonado.
Negro, inmóvil, acurrucado como un gran búho sobre un declive arcilloso de la montaña, uno de los tres, que se había quedado haciendo guardia, se recortaba nítido contra el claro de luna. ¿Estaba dormido?
Intentó asomarse un poco, pero enseguida el esfuerzo le aflojó los brazos al oir la voz de aquel que, sin alterarse, le dijo:
-¡Lo estoy mirando, Don Vice! Vuelva adentro o disparo.
No se movió, como si quisiera hacer nacer en el otro la duda sobre la posibilidad de haberse engañado; permaneció allí agazapado espiando. Pero el muchacho repitió:
-Lo estoy mirando.
-Déjame tomar un poco de aire –le respondió- Aquí dentro me sofoco. ¿Acaso me quieren tener en este estado? Tengo sed.
El otro se movió amenazadoramente:
-¡Hey! Si quiere quedarse ahí no debe abrir la boca. Yo también tengo sed y estoy en ayunas como usted. Silencio, entonces, o vuelve a entrar.
Silencio. La luna revelando una amplia vista de planicies tranquilas y de montes... y el alivio que le proporcionaba ese aire... al menos eso... y el suspiro lejano, allá abajo, de las lucecitas de su pueblo...
Pero ¿dónde habían ido los otros dos? ¿Habían dejado a este tercero con la responsabilidad de asesinarlo en el correr de la noche? ¿Y por qué no lo hacía inmediatamente? ¿Qué era lo que esperaba ese muchacho? ¿Acaso el regreso, durante la noche, de sus dos compañeros? Tuvo nuevamente el deseo de hablar, pero se contuvo. Total, si eso era lo que habían decidido...
Volvió su mirada al declive donde el otro estaba sentado: lo vio acomodado tal como había estado en un primer momento. ¿Quién seria? Por la voz, si bien no hizo mucho uso de ella, le había parecido que podía ser uno de Grotte, un pueblo grande entre las minas de azufre. ¿Acaso era Fillicò? ¿Era posible? Buen hombre, íntegro, bestia de trabajo, de pocas palabras... Si era realmente él ¡cuidado! Si taciturno y duro como era había logrado despegarse de su talante bondadoso ¡cuidado!
Ya no pudo contenerse: con una voz casi involuntaria, vacía de toda intención, que debía llegar a aquel otro como si no hubiera sido proferida por su boca, dijo sin preguntar:
-Fillicò...
El otro no se movió.
Guarnotta esperó por un momento y repitió con la misma voz de antes, como si no fuera él, con los ojos dirigidos a un dedo que hacia dibujos sobre la arena:
- Fillicò...
Un escalofrío le recorrió la espalda al imaginar que esta obstinación suya de proferir el nombre casi sin quererlo, terminaría costándole un escopetazo. Pero tampoco esa vez aquél otro se movió; entonces Guarnotta exhaló en un suspiro que revelaba el agotamiento extremo que le producía la tensión de la desesperación. Dejó caer al suelo el peso muerto de su cabeza como si realmente no tuviera ya más fuerza ni deseo de sostenerlo. En esa posición, con la cabeza sobre la arena, con la arena que le entraba en la boca como si él fuera un animal muerto, sin prestar ya atención a la prohibición de hablar que aquél otro le había impuesto, indiferente ante la posibilidad de recibir un escopetazo, se puso a hablar, a divagar sin fin. Habló de la hermosa Luna que ya empezaba a ponerse; habló de las estrellas que Dios había puesto tan lejos para que las bestias no pudieran saber nunca que aquellas eran en realidad cuerpos más grandes que la Tierra; y habló de la Tierra, de la que sólo los animales ignoran que gira como un trompo y dijo, a manera de desahogo personal, que en ese preciso momento había hombres que estaban cabeza abajo y que no se precipitaban hacia el cielo por razones que cualquier cristiano que no fuera más de arcilla que la arcilla, que no fuera un vil trozo de arcilla sobre el cual Dios no había soplado todavía, debía preocuparse por conocer.
Y en pleno divagar se sorprendió a sí mismo hablando realmente como un profesor de astronomía a ese otro que, poco a poco, se le había ido acercando hasta terminar sentado a su lado junto a la entrada a la cueva. Y, sí, era él: Fillicò de Grotte ¡y hacía tanto tiempo que deseaba saber sobre estas cosas! Aún si no estuviera persuadido completamente de ello y no las creyera ciertas: el zodíaco... la Vía Láctea... las nebulosas... Sí, así es. Pero ¡cómo es posible que cuando uno ha agotado todas sus fuerzas en la desesperación, pueda sucerderle una cosa tan extraña! Se puede poner como si nada, bajo la mira de un fusil, a limarse las uñas atentamente con una ramita seca, cuidando que no se rompa ni se doble; o a tantear, sí señor, los dientes que le han quedado en la boca: tres incisivos y un canino; y a pensar si son tres o cuatro los hijos del tonelero, su vecino, cuya esposa ha muerto hace ya quince días.
-Hablemos en serio. Dime una cosa: ¿qué piensas que soy, por el amor de Dios, un pasto?... ¿Un pasto como este, que se arranca así, como si nada, sin esfuerzo...? ¡Por dios, soy de carne! ¡Y tengo un alma, que me dio Dios, como también te dio una a ti! ¿Me quieren degollar mientras duermo? No... quédate... ¿te vas? Ahora, porque mientras te hablaba de las estrellas... Escucha bien lo que te voy a decir: dególlame ahora mismo, con los ojos abiertos, no a traición mientras esté durmiendo... ¿Qué dices? ¿No me quieres responder? ¿Se puede saber qué esperas? ¿Se puede saber qué esperan? Dinero, no lo conseguirán; retenerme aquí, no es posible; dejarme ir, no quieren... ¡Ustedes quieren matarme! ¡Entonces mátame, criatura de Dios, y terminemos con esto!
¿A quién le decía todo eso? El otro ya se había ido a reacomodar sobre el declive como un búho, para demostrarle que era inútil, que sobre este tema no quería hablar.
Por otra parte, ¡qué bestia era también él! Después de todo ¿no era mejor que lo mataran durante el sueño, si es que matarlo era el plan? Es más, si más tarde seguía despierto, al escucharlos entrar gateando a la cueva, cerraría los ojos para fingir estar durmiendo. Pero…¡para qué cerrar los ojos si en esa oscuridad no era necesario! Era suficiente con que no se moviese en el momento en que le buscaran la garganta, al tanteo, como a un cordero.
Dijo:
-Buenas noches.
Y se retrajo.
Pero no lo mataron.
Reconocido el error cometido, ni lo liberarían ni lo matarían. Lo retendrían ahí.
¿Cómo? ¿Eso para siempre?
Hasta que Dios así lo quiera. Se encomendaban a Él: que fuera mucho o poco el tiempo dependía de la penitencia que el Señor había decidido para ellos como castigo por haber cometido el error de capturarlo.
Pero entonces ¿qué se proponían? ¿Acaso que él muriese por si solo, ahí arriba, de muerte natural? ¿Era esto lo que se habían propuesto?
Exacto.
-¡Pero de qué Dios me están hablando, entonces! ¡Animales! No será Dios el que me mate, ciertamente... ¡Serán ustedes, comportándose como se están comportando! ¡Reteniéndome acá, muerto de hambre y de sed y de frío, atado como si fuera un animal, metido en esta cueva, durmiendo en el suelo, haciendo mis necesidades aquí mismo! ¡Como si fuera un animal!
De todas formas, todo ese discurso no tenía sentido: los tres se habían encomendado a Dios; era como hablarle a las piedras. Y, además, que estaba “muerto de hambre” no era cierto; que “dormía en el suelo” tampoco. Le habían llevado hasta ahí arriba tres haces de paja, con los cuales le habían improvisado un camastro, y un viejo abrigo de paño de lana ordinaria, para que se protegiera del frío. Además, pan y guisado todos los días. Se lo sacaban de sus bocas, de las sus hijos y de las de sus esposas para dárselo a él. Y era pan ganado con el sudor de sus frentes porque mientras uno se quedaba allí de guardia, los otros dos iban a trabajar. Y en ese cuenco de arcilla había agua para beber que sólo Dios sabe lo difícil que es hallar en esas tierras sedientas. Respecto a sus necesidades, podía salir de la cueva, durante la noche, y hacerlas al aire libre.
-No, ¿hacerlas delante de ti?
-Haga tranquilo, yo no miro.
De frente a esa rigidez estúpida e inalterable estaba a punto de empezar a patalear como un niño. ¿Qué clase de gente eran? ¿Piedras? ¿Qué eran?
-¿Reconocen vuestro error, sí o no?
Lo reconocían.
-¿Reconocen el deber de expiar este error?
Sí. Y la forma de hacerlo era no matarlo, esperar que Dios decretara su muerte y, hasta que eso sucediera, aliviarle el sufrimiento que le estaban inflingiendo.
-¡Muy bien! ¡Pero eso se refiere a ustedes, animales, al error que ustedes mismos reconocen haber cometido! ¿Yo qué tengo que ver con todo eso? ¿Qué mal les he hecho yo? ¿Soy o no la víctima de vuestro error? Entonces ¿por qué tengo que expiar también yo un mal del cual ustedes son los únicos responsables? ¿Tengo que sufrir de este modo sólo porque ustedes se equivocaron? ¿Qué modos de pensar son esos?
No, ellos no razonaban en absoluto. Lo escuchaban, impasibles, con los ojos fijos y vacíos en sus duras caras curtidas por la arcilla. Y que ahí la paja... y allí el abrigo de lana... y que el cuenco con agua… y el pan ganado con el sudor de la frente... y que venga a cagar al aire libre.
¿Acaso no se sacrificaban, de a uno por vez, estando allí de guardia y haciéndole compañía? Lo hacían hablar de las estrellas y de las cosas de la ciudad y de la campaña, de los viejos buenos tiempos -cuando había más religión-, y de ciertas enfermedades de las plantas que antes, cuando había más religión, no se conocían. Y hasta le habían traído un viejo Barbanera, encontrado quien sabe dónde, para que se distrajera leyendo; él, que tenía la inmensa fortuna de saber leer. ¿Qué decía, qué decía todo eso impreso, con todas esas lunas, esas balanzas, esos peces y ese escorpión?
Escuchándolo hablar, se despertaba en ellos un ávida curiosidad por saber, repleta de gruñidos maravillados y aturdimientos infantiles de los que lentamente comenzanba a disfrutar como si fueran cosas vivas que nacían de él, de todo lo que de sí mismo iba haciendo salir a la luz, como si fuera nuevo también para él: relatos provenientes de su ánimo adormecido hacia años en la pena de su lamentable existencia.
Y sentía, sí, que ahora aquella comenzaba a ser una vida también para él; una vida a la que se había ido adaptando, una vez agotada la rabia frente a lo inevitable, y a la cual ya no podía pensar como precaria, sino más bien incierta, extraña y como suspendida en el vacío.
Para todos, los de su finca asomada al mar y los de la ciudad cuyas luces podía ver durante las noches, él estaba muerto. Quizá nadie había hecho nada para encontrarlo, luego de su desaparición misteriosa; y si en el caso de haber localizarlo, lo habían hecho sin esforzarse demasiado, sin hacer presiones sobre nadie.
Con su corazón reducido, más árido que la arcilla de la cueva y escuálido ¿Por qué habría de interesarle regresar vivo allá abajo, a su vida de antes? ¿Era conveniente lamentarse por todas las cosas que aquí le faltaban, si el costo de volver a tenerlas era regresar al aburrimiento amargo de su vida anterior? ¿Acaso aquella vida era algo distinto de arrastrarse cargando el peso de un tedio insoportable? Aquí, por lo menos, yacía por tierra y no debía arrastrarse.
En aquél silencio de montaña, los días pasaban casi sustraídos al tiempo, vacíos de sentido y sin metas. En aquella vacuidad suspendida, hasta la intimidad con su propia conciencia cesaba. Miraba su hombro y la arcilla junto a la gruta como si fueran las únicas cosas existentes; y su mano, si fijaba su vista en ella, parecía tener una vida propia, independiente; y aquella piedra y aquella maleza, se le aparecían en un aislamiento aterrador.
Salvo que advirtiendo lentamente que todo lo que le había ocurrido no era ya para él la desgracia que a causa del odio frente a la injusticia en algún momento le había parecido, comenzó a notar que la condena y el castigo que aquellos tres se habían autoimpuesto –mantenerlo a él con vida- era realmente duro, severo.
Muerto como estaba para todos los demás, permanecía vivo sólo para ellos; vivo y con el peso de toda aquella vida inútil, de la cual ahora se sentía liberado. Podían deshacerse de ese peso como si nada, un peso que ya no tenía valor para nadie, del cual nadie se preocupaba. En cambio, no: cargaban con él, lo soportaban, resignados a la pena que ellos mismos se habían inflingido. No sólo no se lamentaban sino que hacían verdaderamente todo lo posible para que se volviera todavía más dura con los cuidados que le prodigaban. Porque, hay que decirlo, se habían encariñado con él, los tres, como con una cosa que solamente les perteneciera a ellos, y a nadie más, y de la cual, misteriosamente, extraían alguna satisfacción que, aún si su conciencia no sentía la necesidad, habrían notado su falta el día en que ya no la experimentaran.
Un día, Fillicò llevó a la gruta a su mujer, ésta tenía un bebé pegado al pecho y una niñita tomada de la mano. La niñita le traía al abuelo una hermosa rosca de pan.
¡Con qué ojos se habían quedado mirándolo madre e hija! Debían haber pasado ya varios meses desde la captura: su presencia seguramente se había deteriorado. Barba rala sobre los pómulos y sobre el mentón; harapiento, sucio... Pero reía, para que aquellas dos se sintieran cómodas, agradecido por la visita y por la rosca de pan de regalo. Pero tal vez era precisamente esa sonrisa en su cara de despistado la que causaba tanto temor a la mujer y a la niñita.
-No queridita, ven aquí... ven aquí... Tomá, te convido un pedacito, come... ¿Lo hizo mamá?
-Mamá...
-¡Qué bien! ¿Tienes hermanitos? ¿Tres? Uy, pobre Fillicò, ya con cuatro hijos... Trae a los varoncitos: quiero conocerlos. La semana que viene, muy bien. Pero esperemos que no llegue...
Llegó. ¡Cómo no! Largo, pero muy largo, quiso Dios que fuera la castigo. ¡Duró todavía dos meses más! Murió un domingo, una hermosa noche en la que allí arriba había luz como si fuese aún de día. Fillicò había llevado a sus hijos a ver al abuelo; Manita había hecho lo mismo. Murió entre esos chiquillos, mientras bromeaba con ellos, como un niño más, con el cabello lanoso cubierto con un pañuelo rojo.
Apenas lo vieron desplomarse imprevistamente, mientras reía y hacía reir a los niños, los tres salieron corriendo para levantarlo del suelo.
¿Muerto?
Alejaron a los niños, los hicieron volver a casa con las mujeres. Y lo lloraron, lo lloraron arrodillados, los tres alrededor del cadáver. Y rogaron a Dios, por él y por ellos. Luego, lo sepultaron en la cueva.
Por el resto de sus vidas, si alguien de pronto recordaba a Guarnotta y a su misteriosa desaparición:
-¡Un santo! –decían- ¡Oh, es seguro que fue derecho al paraíso, con zapatos y todo!
Porque el Purgatorio estaban convencidos de habérselo dado ellos, allá arriba, en la montaña.