Las ventanillas estaban bajas; el aire caliente se arremolinaba.
- ¿No preferís el aire acondicionado?
- Si, seria mejor.
Casi al instante las ventanillas se alzaron automáticamente y una exhalación grave comenzó a escapar por las entradas de aire del auto. El zumbido hacía vibrar los timpanos. La temperatura empezó a bajar. Más allá de la ventanilla las cosas comenzaron a sucederse sin emitir sonidos, privadas de una parte de sus cualidades, que el interior del coche cambiaba por un rumor monótono. Edificios, árboles, hombres y mujeres, alcantarillas, vidrieras de negocios, carteles, autos, columnas, perros, lámparas de alumbrado público, cables, pájaros, se convertian en elementos de paisajes efímeros e irrepetibles. Hipnotizados, hicieron silencio durante un rato.
Mientras tanto la ciudad había ido presentando nuevas fisonomias. Ahora atravesaban una zona residencial, de casas bajas con jardines en el frente. Lo que el centro bancario reprimía bajo toneladas de cemento, del que se salvaban algunos árboles y una plaza, aquí alcanzaba a emerger un poco por todos lados. El pavimento era de un gris más claro. El hombre metió la mano derecha en el bolsillo izquierdo de su camisa y sacó un paquete de cigarrillos.
- Perdón, ¿Te molesta si fumo?
- La verdad que sí. El auto está cerrado herméticamente, el humo no se va a ir por ningún lado. Me va a hacer mal. Además, acá hay una cartel que dice prohibido fumar.
Con un dedo rígidamente extendido la mujer daba golpecitos secos a un adhesivo pegado en el respaldo del acompañante. El tipo no lo había visto, ahora tampoco lo vió.
- Ningún problema, fumo cuando lleguemos.
Guardó los cigarrillos.