Bajaba corriendo y resbaló con el borde de un escalón. Imaginen un instante desenfocado, los zapatos de suela lisa escapando a su dominio. Alcanzó a aferrarse del pasamanos.
Suspiró aliviado. A pesar del susto siguió bajando a toda velocidad. Todavía le faltaban tres pisos.
Cuando salió a la calle, los treinta y siete grados fueron una ola invisible que lo envolvió por completo. Le resultaba dificil respirar. Una gota de transpiración fue desde su frente hasta la nariz. Se la secó con la manga de la camisa. Desde donde estaba vio un taxi en la parada de la esquina. Pensó que tenia suerte, porque a las tres de la tarde de un dia de verano, aunque fuese laborable, la ciudad quedaba desierta. Por lo general tenia que llamar al radio-taxi y armarse de paciencia.
Mientras caminaba hacia la esquina notó que una mujer ocupaba el asiento trasero del coche. Tenia un telefono celular contra la oreja, un brazo sobresalia por la ventanilla, se movía permanentemente, acompañando la voz con gestos nerviosos. El tipo no quiso interrumpir la conversación, hizo una seña, y la mujer asintio con un movimiento seco de la cabeza. Inmediatamente concluyó la llamada. En ese momento el hombre abrio la puerta del conductor y se metió en el auto. Encontró la llave de arranque en su lugar, la hizo girar y el motor apagado resucitó con un espasmo violento. Apoyó su mano sobre la palanca de cambios, buscó a la mujer en el espejo retrovisor y dijo:
- Buenas tardes, ¿dónde vamos?
La taxista estaba ocupada ordenando sus cosas, ni siquiera levantó la cabeza.
- Buenas tardes. Veamos… Canónica y Gutemberg, por favor.
- Cómo no.
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