99,9% lucha


(lo que un trabajo me hizo escribir)



Tiene 9 años y la voz finita. Es una especie de enano robusto. Teñido: unas mechitas rubias hacen de su castaño oscuro un extraño amarillo que a veces semeja un taxi y otras las hojas de un cuaderno viejo. Sus pupilas se confunden con el iris de sus ojos y ocupan casi totalmente el globo ocular.

Sus gritos de "profe" y "seño" son agudos, incisivos, cortan el aire con una ternura filosa que hiere fisiológicamente los oídos mientras les profiere una caricia simbólica.

Se llama Gastón. Y el otro día, justo antes de irse, no recuerdo por qué, lo invité a jugar a las peleas.

Combatimos durante quince minutos sin respiro. El me daba cabezazos en la panza, algunos bastantes fuertes, que casi me dejaban sin aire. Yo lo agarraba de las muñecas y con mi pierna izquierda barría las suyas. Él me tiraba golpes en las costillas y yo lo abrazaba fuerte y lo levantaba como en una pelea de lucha libre. Con un abrazo de oso lo agarraba de la cintura y lo revoleaba de arriba abajo. Gastón estallaba en mezclas varias de gruñidos y carcajadas.

Transpiramos, nos agitamos. Ninguno de los dos quería terminar con la lucha hasta que en cierto momento, cuando el juego había alcanzado ya su probable pico de intensidad y comenzaba a tornarse demasiado mecánico, le dije: "Bueno, basta por hoy enano. La seguimos el martes, ¿querés?". Gastón se detuvo de inmediato, dijo que sí, que la seguíamos y, contento, buscó sus cosas; nos besamos y se fue.

Entonces comencé a pensar en lo que habíamos hecho. Sólo a posteriori se me ocurrió darle al hecho un estatuto sino de intervención, si de acto con algunas consecuencias pedagógicas. Y, obviamente, esta producción a posteriori, me habilita a darle un lugar sistemático a lo que sucede allí, pelado, sin dispositivo, sin pensamiento previo o, en todo caso, sin planificación. Más aún, quizá un dispositivo efectivo allí sea, precisamente, poner muchas veces un fuerte acento en la no planificación. Explorar sistemáticamente el azar, decían durante el mayo francés.


Gastón, al igual que muchos de los chicos y chicas que van a la ludoteca, se golpea frecuentemente con sus compañeros. Por momentos, dan la idea de una suerte de montonera constante que se desplaza a base de golpes entre sus integrantes. En la escuela, en la calle, en las casas, en las plazas, en la ludoteca. Golpearse es el modo dominante de estar juntos de los chicos. Porque, no paradójicamente, ese acto quizá radical en su manifestación de lo individual requiere de otro. Para que la lucha nos aleje debe, primero, acercarnos. Al mismo tiempo, para que la lucha nos acerque, algo, anteriormente, nos debe haber alejado.

Los golpes o la amenaza de golpes constituyen una parte esencial de la vida cotidiana, en este caso, de los chicos. Durante mucho tiempo, mi recurso, sino el único al menos el más recurrente, fue intentar detenerlos en sus golpes. Luego, complementariamente, en las charlas con ellos, el hincapié se hacía en que no debían pegarse, en la posibilidad de hacer otras cosas, en intentar indagar en las razones más o menos inmediatas que había provocado los golpes. Muchas veces, estas indicaciones dieron resultado. Otras, en cambio, eran la oportunidad de hacer la experiencia -dolorosa- de lo obsoleto, del discurso incomprensible, de la desorientación.

Con Gastón, en ese destello de "lucidez" alternativa, hice algo distinto. Porque si pelear es -también- una manera de jugar compulsiva en los chicos, entonces tal vez haciéndome partícipe de esa modalidad de juego, poniéndome en su situación en lugar de pedirles que se instalaran en una nueva, quizá sucedieran cosas imprevistas. (Todo esto, e insisto en ello por el valor casi epistemológico que le otorgo a esta posterioridad, se me ocurre pensarlo ahora). He aquí algunas de las imprevisiones que se presentaron:


-Pelear con Gastón me permitió pensar en la posibilidad que otorga la posición de adulto-maestro a la hora de desplazar el lugar y sentido del combate. Para Gastón, evidentemente, no tiene el mismo sentido luchar con sus pares, con quienes se pone en juego una lucha hegeliana por el reconocimiento, es decir, por la distribución de los roles de amo y esclavo. Aún si dicha distribución sea efímera, se trata de vencer. Ante la paridad de fuerzas, la victoria se vuelve esencial, vital; resulta ser un problema de supervivencia y conservación.

-Al contrario, luchar conmigo instala dos condiciones nuevas: es una relación distinta con la autoridad del lugar (ludotecario), al tiempo que es una relación de pura asimetría física que obliga a correrse de la mera posición de contrincantes que toda lucha más o menos igualitaria supone. Así, si mi autoridad puede ser vista desde Gastón como la de aquél que garantiza condiciones para el juego, entonces este combate tiene la posibilidad de adquirir un perfil lúdico.

-Así, una posible función aparece donde antes sólo se manifestaba en gran medida el límite de toda función (o bien, la función del límite): las peleas. Y la función, en apariencia paradójica, no consiste en contener o evitar las peleas sino en abrir un espacio diverso, en trazar un desvío, que permita darle a los combates -por otra parte muy intensos y divertidos- un sentido del cual carecían anteriormente. Ya no negar las peleas, sino protagonizarlas y que ese protagonismo se oriente en función de poder otorgarle el valor lúdico que la dinámica de los enfrentamientos entre chicos parece no proveer ni habilitar.


En la jornada siguiente de ludoteca, Gastón volvió y la primera cosa que me señaló fue que nos debíamos el segundo round. Por supuesto, accedí de inmediato pero, dije, lo haríamos al final del día. Gastón estuvo de acuerdo. Durante esa mañana, varias veces, Gastón al pasar junto a mí o mirándome de lejos, me hacía la -sino universal, al menos sí occidental- seña del degüello. Su pequeño dedo índice derecho recorría su cuello de un lado a otro. Luego reía. Me desafiaba, pero riendo. "Ya te voy a agarrar a vos", le dije varias veces forzando un tono amenazante que no lograba disimular mi sonrisa honesta.

A media mañana, Gastón quería dibujar. Me pidió una hoja y lápices. Se los acerqué y me senté junto a él.

-¿Qué vas a dibujar?

-No sé.

-¿Y si dibujas nuestra pelea del otro día?

Sus ojos brillaron: la idea lo había encantado.

Agregué:

-Si querés, vos te dibujás a vos y yo me dibujo a mí, ¿dale?

-Sí, profe.

Comenzó a dibujarse y cuando llegó mi turno me impidió dibujarme. Hizo mi corte de pelo en un primer momento y luego mi rostro. Como no le salía, me pidió ayuda. Terminé de dibujar mi cara y me dijo:

-Falta su aro barrita, profe.

-Es cierto.

Me dibujó el buzo de ludotecas y coloreo mi pelo. Yo pinté su cabello color amarillo y negro. Luego nos pintamos las ropas. En eso se sumó otro chico, Elías, y pintó mis pantalones con acuerdo de Gastón. A su vez, Gastón dibujó las mesas y las ventanas de la ludoteca. Yo aporté un silla.

Aquella pelea de una semana atrás se había convertido en el deseo y la posibilidad de dibujarla. Y no era la obra de uno, sino de varios. La pelea real entre dos había primero desviado a una pelea lúdica, y luego se traducía en un juego -un dibujo abierto- entre varios. Y, tan interesante como eso, se proyectaba en el tiempo. Abandonaba aquél estricto ser ahí para convertirse en material de trabajo. Ya Gastón había operado ese "rescate" desde el momento mismo en que, al entrar a la ludoteca, pidió el segundo round. Ahora con el ejercicio del dibujo lográbamos un operación todavía más aprehensiva de aquél momento, en tanto, por ejemplo, a la hora de dibujar se dieron breves debates sobre las posiciones de los cuerpos, la ropa que teníamos puesta, etc.

Así, las peleas, que solían presentarse como pura exterioridad aparecieron, al compartirlas, como fuente de actividades en común.


más dibujos de otro gastón, acá

finito



Siglos desde su primer ejecución
irrepetible; evento sin registro,
intimidad sin magnetismos,
sin electricidad: puntual.

un dilema historiográfico


Adónde van las palabras
que no se quedaron
adónde van las miradas
que un día partieron
acaso flotan eternas
como prisioneras de un ventarrón
o se acurrucan entre las rendijas
buscando calor.

Acaso ruedan entre los cristales
cual gotas de lluvia que quieren pasar
acaso nunca vuelven a ser algo?
acaso se van
y adónde van
adónde van?

En que estarán convertidos
mis viejos zapatos
adónde fueron a dar
tantas hojas de un árbol
por dónde están las angustias
que desde tus ojos rodaron por mí
adónde fueron mis palabras sucias
de sangre de abril.

Adónde van ahora mismo estos cuerpos
que pueden nunca dejar de alumbrar
acaso nunca
vuelven a ser algo?
acaso se van
y adónde van
adónde van?

Adónde va lo común
lo de todos los días
el descalzarse en la puerta
la mano amiga
adónde va la sorpresa
casi cotidiana del atardecer
adónde va el mantel de la mesa
el café de ayer.

Adónde van los pequeños
terribles encantos que tiene el hogar
acaso nunca vuelven a ser algo?
acaso se van y adónde van
adónde van?


S. Rodríguez, 1974

ejercicio de percepción



¿
Quién puede tener una visión duradera del universo
en incesante tranformación,
si no aquél cuyas palabras varían cotidianamente,
en conformidad con la ley natural?


(Zhuang zi)