A la vuelta de mi casa hay un edificio sojero de mediana gama. Algunos quizá lo recuerden porque lo sacudí poéticamente un par de veces, a propósito de universidades privadas y radios de miami online.
En estos días, el edificio ensayó una venganza.
Como se vengan las cosas, indiferentes, silenciosas.
Porque un edificio sojero es, al 8 de diciembre, un edificio abandonado.
Cuento:
de 40 persianas, 7 levantadas. 80% desocupado.
(link mental: los números oficiales generales hablan de un 20% de familias con problemas de déficit habitacional en la ciudad).
Con motivo del extravío de mi felina favorita, hoy salí a pegar unos cartelitos y pegué en el edificio de mediana gama.
Junto al portero eléctrico.
Media hora más tarde lo habían arrancado.
Media hora después de ese arranque, parado en la terraza de un vecino, escuché maullar a Soul. Había dos posibilidades: o estaba en la cochera de ese edificio o en una casa contigua.
Fui hasta la puerta de la cochera y la vi. Le grité. Vino. La acaricie por entre unas barras de madera. Y de las ganas de agarrarla le di una patada (la resignación nunca es total, cualquier acción encierra un sueño) a la puerta.
Fue mi mejor chiste al temblor del inseguro crónico: la puerta se abrió y me llevé a Soul, que estaba ahí desde antes de anoche.
Llegamos a casa, me rasguñó el pecho, tomó agua, comió y volvió a salir por ahí.
Ahora, desde mi ventana, miro ese amontonamiento de ladrillos bastante feo. Se me aparece como una entidad casi volitiva. Pienso:
el boom sojero e inmobiliario prolifera en manifestaciones bizarras y se parece, cada vez más,
a una gata perdida en una cochera en pleno verano.

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