a partir de conrad (2º parte)


. Del mito al mito

Geográficamente, la novela está configurada por dos lugares: las metrópolis europeas (o más precisamente, en fidelidad al texto, Gravesend -sobre el estuario del Támesis, "con la ciudad más grande y poderosa del universo a lo lejos","una ciudad que siempre me ha hecho pensar en un sepulcro blanqueado") y las tierras coloniales.

Se pueden señalar dos temporalidades: una temporalidad de la enunciación -el barco a la espera de que cambie el flujo de la marea en el estuario del Tamésis- y una triple temporalidad de los enunciados -la vida metropolitana previa al viaje, la estadía en tierras africanas y el regreso a la metróplis-.

La obra comienza con un momento de espera, con aquello que podríamos llamar un tiempo muerto. Sin embargo, en ese tiempo muerto, alguien piensa. O recuerda. O, mejor, en esa tensión entre los pensamientos y los recuerdos, habla. Es Marlow, un marino que ya ha estado en África. El cuerpo que sostiene esa palabra lentamente va desapareciendo. Anochece y las sombras ganan espacio. Al final, ya no hay cuerpo perceptible, sólo una voz:

"Estaba pensando en épocas remotas, cuando llegaron por primera vez los romanos a estos lugares, hace diecinueve siglos… el otro día… La luz iluminó este río a partir de entonces".

Un hombre a punto de emprender un viaje en altamar, un hombre inglés del siglo XIX, el experimentado marino Marlow, recuerda el momento en que los Romanos llegaron a las Islas Británicas. Entiende ese momento como el acontecimiento a partir del cual la oscuridad se disuelve. La civilización, la luz, ha llegado. Pareciera que Marlow encuentra en el expansionismo de Roma un punto de contacto, una cierto aire de familia. No sabemos si ha recordado el arribo de los romanos primero, o si en lugar de eso ha venido a su memoria la propia experiencia en tierras africanas y de ellas ha derivado esta imagen hipótetica sobre el primer pie romano en Britania. Sin embargo, una vez leído el relato de la vida de Marlow en África, esta primera figura retórica adquiere definitivamente el estatuto de un vínculo histórico entre Roma y la avanzada occidental sobre África, especialmente aquella con el objetivo de penetrar en los territorios africanos y que puede fecharse hacia finales del siglo XVIII; éstos -los occidentales colonizadores contemporáneos de Marlow- del mismo modo que aquéllos -los romanos- entran en relación con:

"Un país cubierto de pantanos, marchas a través de los bosques, en algún lugar del interior la sensación de que el salvajismo, el salvajismo extremo, lo rodea… toda esa vida misteriosa y primitiva que se agita en el bosque, en las selvas, en el corazón del hombre salvaje. No hay iniciación para tales misterios. Ha de vivir en medio de lo incomprensible, que también es detestable. Y hay en todo ello una fascinación que comienza a trabajar en él. La fascinación de lo abominable. Podéis imaginar el peso creciente, el deseo de escapar, la impotente repugnancia, el odio".

Todas esas son palabras que circulan en el relato de su propia experiencia en África. Pero la emulación tiene un límite: según Marlow algo diferencia a los primeros de los segundos: la idea. Roma es, para él, la fuerza bruta, la pura conquista, el poder de saquear:

"Aquello era robo con violencia.(…) Lo que a nosotros nos salva es la eficiencia… El culto por la eficiencia(…) Lo único que redime es la idea".

La eficiencia: del latín efficientia, significa la capacidad de disponer de algo o de alguien para lograr un efecto. No es la capacidad de lograr el efecto, eso es la eficacia (del latín, efficacia). Esta distinción es altamente significativa: el culto del occidental moderno es a la disposición, al control sobre las personas y las cosas. La eficacia, si bien fundamental, no es el objetivo primordial. Un dominio eficiente puede no ser un dominio eficaz, puede disponer sin lograr efectos. Eso parece ser lo que Marlow comprende: un romano, un conquistador nato, alguien que tiende al botín, es algo muy diferente de un inglés, un colonizador, es decir, el administrador de la idea de disponer de los otros y de las cosas.

En esa idea civilizatoria consistiría el diferencial entre Roma y el Occidente moderno: para Marlow la conquista es una colonización sin idea. Probablemente, esta idea de Roma como pura rapiña sea cuanto menos discutible históricamente;. sin embargo, insisto, el objetivo del este escrito no es falsear las hipótesis y representaciones que conforman la obra, sino más bien utilizarlas como herramientas para trazar la imagen de sí y del otro que en ella conviven. Así, continuando, en y para Marlon, la idea justifica, absuelve, y en definitiva, decide por uno. La idea es algo:

"(…) ante lo que uno puede postrarse y ofrecerse en sacrificio… ".

Existe aún otra referencia importante a Roma: el momento en que Marlow firma su contrato con la compañía, en "la ciudad sepulcral".

Allí pareciera existir otro vínculo con el antiguo Imperio. Un vínculo que recuerda un párrafo de los comienzos del Dieciocho brumario de Luis Bonaparte. Escribe Marx:

"(…) por muy poco heroica que la sociedad burguesa sea, para traerla al mundo habían sido necesarios, sin embargo, el heroísmo, la abnegación, el terror, la guerra civil y la batalla de los pueblos. Y sus gladiadores encontraron en las tradiciones clásicamente severas de la República romana de los ideales y las formas artísticas, las ilusiones para ocultarse a sí mismos el contenido burguesamente limitado de sus luchas y mantener la pasión a la altura de la gran tragedia histórica".

Marlow acaba de firmar el contrato. Y vuelve a ver, pues ya lo había hecho al ingreso, a dos mujeres, dos secretarías, tejiendo con lana negra. Estas mujeres, impávidas, presencian el ir y venir de los firmantes:

"(…) guardando las puertas de la Oscuridad".

Y de un modo absolutamente sorpresivo para el lector, pues nada parece indicar la pertinencia de la expresión, Marlow al recordarlas durante el relato sobre el barco en el Támesis, les dedica en su imaginación el siguiente saludo:

"Ave, viejas hilanderas de lana negra. Morituri te salutant".

El saludo de los gladiadores al César, solemne como solamente el saludo antes de morir -el último- puede serlo, se convierte aquí en una suerte sarcasmo hacia la historia. El colonizador ya no se despide de la máxima autoridad del Imperio, sino de un par de grises secretarías. Hay algo insoportablemente banal en esa escena. Algo que recuerda, precisamente, la ausencia de heroísmo de la que habla Marx. Conrad logra con esa imagen componer un cuadro en el que la tensión entre la magnificencia de las ideas y la materialidad de los dispositivos coloniales queda trazada impecablemente.

Estas dos imágenes, como se puede ver, nos presentan dos modos diversos de relación con la experiencia imperial occidental antigua por definición: en la primer imagen, la violencia versus la eficiencia; en la segunda, el héroe conquistador versus el empleado de una compañía comercial.

Marlow experimenta esta tensión entre lo gris de su misión y los discursos que la glorifican:

"(…) yo era considerado como uno de tantos trabajadores, pero con mayúscula. Algo así como un emisario de luz, como un individuo apenas ligeramente inferior a un apóstol".

Experimenta la idealización que sobre ella han hecho los europeos. Para los ojos de sus contemporáneos no implicados directamente en el proceso colonizador, la gente como Marlow aparece como una especie de héroe humanitario, de pionero en la feliz avanzada del progreso. Las tonterías sobre el tema abundan: su tía, involucrada en el proceso que ha desembocado en su designación como empleado de la Compañía, llega a decirle que su misión consiste en "liberar a millones de ignorantes de su horrible destino". Es demasiado. Marlow se incomoda. ¿Qué lo pone nervioso? La distancia entre ese discurso cargado de optimismo civilizatorio (que parece consistir en una estrategia educativa para los ignorantes) y lo que él trató de insinuar:

"(…) que lo que a la compañía le interesaba era su propio beneficio".

Y lo que, más tarde, ya en Africa, podrá comprobar al encontrarse con la autodenominada Expedición de Exploradores de Eldorado:

"(…) era un grupo temerario pero sin valor, voraz sin audacia, cruel sin osadía. (…) Arrancar tesoros a las entrañas era su deseo, pero aquel deseo no tenía otro propósito moral que el de la acción de unos bandidos que fuerzan una caja fuerte"

En definitiva, saqueadores sin ideas.

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