Gilles Deleuze en Lógica del sentido
lo ineliminable
Gilles Deleuze en Lógica del sentido
un recuerdo de infancia
“Otra vez”, creo recordar haber pensado. Porque la Semana santa del '87 no había pasado desapercibida para mí. Sentado junto a mi padre delante del tele, máquina privilegiada de mi acceso al mundo por esos días, recuerdo, sí, a Alfonsín y a un montón de tipos a su lado durante el famoso discurso que incluyó la frase: “Vayan a casa y besen a sus hijos”.
Tampoco me había sido indiferente el copamiento de Tablada en el '89, que seguí durante todo el día por los canales de aire en una época en que la clase media no tenía aceitada la práctica del cable. Allí también hubo militares y periodistas, Alfonsín y un montón de tipos más. Pero aparecían dos figuras de difícil clasificación: la gente y una cosa llamada MTP.
Tampoco los saqueos en Rosario en mayo del '89: primera vez que oí la expresión “Estado de sitio” y no podía dejar de pensar en calles oscuras patrulladas por tanques sedientos de disparar. Y una sensación de intemperie absoluta.
El 3 de diciembre de 1990 era, así, “otra vez” de algo de muy difícil explicación, en tanto yo estaba imposibilitado de trazar alguna genealogía, alguna procesualidad que le diera a esos movimientos cierto tipo de fundamento. Los hechos se sucedían como en un vacío, el vacío que para mí era la historia.
Pero lo que todos esos acontecimientos no dejaban de compartir entre sí era el hecho de darle a mi existencia inmediata una sensación de irrealidad. La televisión transmitiendo, el flujo de noticias radiales y los comentarios varios, eran los elementos de que se construía dicho extrañamiento. Yo percibía esos sucesos en su materialidad intangible, lejana. Era una experiencia indecible, pero cierta, de simultaneidad. Una simultaneidad hecha de dos polos de valor diverso: aquí, es decir, yo, la calma, el silencio, y, sobre todo, la dependencia respecto del otro polo; allá, en ese punto de difícil localización (¿cómo carajo saber dónde quedaba esos extraños lugares llamado Campo de Mayo o Villa Martelli?), cosas relevantes sucediendo, prescindiendo de mí. En esa asimetría fáctica, tenía la evidente sensación de irrealizarme: mi vida sus-pendida.
Sospecho que esa experiencia de saberse condicionado por algo que sucede en otro lugar, aún no sabiendo qué condiciona, constituye uno los rasgos fundamentales de cualquier experiencia humana del tiempo.
¡...!
En algún momento
(no este sábado de irresponsables)
un viejo o un joven se sienta
con sus cuerdas chinas delante,
entre las piernas.
Tira notas, no hay acordes
no hay escalas, sólo notas detrás de notas.
Alguien registra,
Alguien,
yo,
lo
descarga.
En este sábado de irresponsables
todas las madres han muerto
y no las lloramos.
El huracán miniatura de tu respiración
en mí oído se hace uno
con el viejo o el joven,
con sus pasiones atonales.
La tarde es un caos sonoro
tamaño pieza
donde te tocó ser la cadencia tibia
ronroneante.
Acostado a tu lado, bailo.
posición
Estamos en el punto donde
las olas son demasiado anchas;
instante brahms (última parte)
Bajo sus brazos e inició el cuarto y último movimiento, sin duda el más hermoso de la obra. El tempo había comenzado un poco lento, Priebke trató de ajustarlo y lo logró rápidamente. Todo marchaba a punto y parecía estar sonando espléndidamente. Se sintió más tranquilo, miró a Nursky que parecía seguir turbado.
El público comenzaba a excitarse nuevamente.
Treinta segundos antes de terminar la pieza Nursky tendría unas cortas líneas junto con los bajos y el piano. Pareció serenarse, su sonido tuvo un brillo mayor al normal. Nadie podía creer lo que estaba presenciando, el mismo Priebke se distrajo un momento frente a aquella maravilla, las notas del primer violín tenían un desplazamiento crudo, maravilloso, de finos cuchillos que cortaban el aire.
Segundos después Priebke notó algo extraño, una alteración en la melodía. Perfectamente adaptada a la armonía de la gran obra, las líneas del primer violín trazaban un canto distinto al de la partitura original. Priebke pensó que habría olvidado la línea, que quizá el nerviosismo habría nublado su perfecta memoria e intentaba ahora improvisar un momento para llegar hasta el final. Extrañado, segundos después creyó reconocer las líneas del violín, dudó un instante pero retuvo su certeza, era el himno Checo, imperceptible para el público, pero no para él, que no dudó al recordar sus días de niño en el conservatorio de Praga. Nadie notó la alteración. Todos seguían maravillados, incluso los doctos conocedores de la obra de Brahms parecieron ignorar la trampa, encantados por el sonido de Nursky, olvidaron todo lo demás.
Al terminar el público estalló en una aplauso ensordecedor. La excitación era total. El propio Ministro se acercó al balcón del palco y aplaudió mirando a los ojos del director y el violinista. Nadie dejaba de aplaudir, ya nadie seguía sentado, nadie era capaz de indiferencia frente a la belleza.
Priebke miró el rostro de Nursky, dos gotas caían de sus ojos, dos gotas quizá idénticas a las anteriores recorrían su piel blanca. Nursky lloraba. La emoción se escapaba de su cuerpo. Había elegido ese momento como el adecuado, ese momento en esa magnífica obra del año 1862, justo en el cuarto movimiento, donde los violines danzaban como sobre agua quieta. Lo había logrado, arrancarle un espacio de libertad a los asquerosos alemanes, a los que ahora denigraban su patria, a los que habían encarcelado y asesinado a sus hermanos durante la resistencia. Solo Priebke lo sabía, sólo él sabría que por catorce segundos, Nursky había sido libre.
instante brahms (1º parte)
Una gota de transpiración recorría lentamente su frente. Desde la primera fila podría haberse visto a la dócil gota deslizarse, los reflejos que encubría, las partículas que arrastraba en su íntima avalancha.
La Akademische Festouvertüre op. 80 de Johannes Brahms hacía que el escenario vibrara en un pequeño movimiento, Priebke sentía en los talones las ondas del sonido que sus oídos escuchaban y que sus manos ordenaban.
Ese invierno de 1943 fue muy crudo en la Europa central. Las temperaturas llegaron a 20 grados bajo cero. Esa noche en Berlín era dificultoso caminar por la calle, la nieve había tapado las veredas y los pisos estaban resbaladizos. Lleno ya sin más localidades, el teatro había sido colmado por el gran público, fiel devoto del romanticismo alemán.
Volker Priebke era director. Hacía más de cinco años que lo era. Conservar ese honor por tanto tiempo había sido muy difícil, el teatro nacional y el público eran cada vez más exigentes, la competencia crecía en el esplendoroso renacer de la cultura alemana. Sus indudables dotes artísticos impidieron su reemplazo, también su buena relación con los jerarcas del Ministerio.
El público esa noche estaba exaltado, la interpretación del primer movimiento había sido excelente, seca, con una soberbia precisión. Brahms, indudablemente, estaba vivo.
Imre Nursky era primer violinista, nacido en una localidad cercana a Praga, a los doce años había llegado a concertista por la insistencia de su padre, a los quince era el primer violín de la orquesta oficial de la capital checoslovaca –una de las más reconocidas en la Europa de fines de los veinte - , tiempo después fue requerido en Berlín. Además de un sonido impecable, la memoria de Nursky era de roca, dejaba a un lado las partituras después del tercer ensayo, un músico excepcional.
Al terminar el segundo movimiento algunos espectadores emocionados rompieron el protocolo y aplaudieron, hubo cierta tensión, los caballeros de las primeras filas susurraron de espaldas pidiendo silencio. Algunas toses se oyeron. Un plano de aire frío atravesó las gradas. Muchos miraron el palco número tres, donde la mayoría del gabinete nacional disfrutaba atento de aquella auténtica obra de arte.
Priebke miró a su espalda, al público primero y al palco oficial después. Tuvo unos segundos para secarse la transpiración mientras respiraba profundo. Rápidamente ordenó el comienzo de los vientos y las cuerdas. Todos callaron y volvieron su atención al escenario. El director movía sus manos afanosamente, de una lado para otro con una docilidad admirable, cada movimiento de su cuerpo resultaba en una nueva sonoridad, la incorporación de los timbales, de los bajos. Era perfecto.
El tercer movimiento fue magnífico. El violín de Nursky pudo destacarse en los casi dos minutos en que su sonido solitario llegaba hasta la bóveda del teatro y volvía deleitando al gran público. Pudo ver las caras de asentimiento desde el palco número tres, incluso le extrañó percibir cierta aceptación, a pesar de su origen.
Priebke bajó las manos súbitamente, el público estalló en aplausos otra vez. Todavía quedaba el último movimiento. Secó su frente con trabajo. Giró su rostro y miró nuevamente a las gradas. Un rumor creciente comenzó a circular cuando todos los asistentes giraron para observar la puerta principal, Priebke se quedó atónito: el propio Ministro de Cultura del Reich honraba la noche y se dirigía hacia su palco, a pocos metros del escenario. Sus piernas le temblaron, sintió que se le aflojaban. Se agachó y tomó un vaso de agua, el recomienzo se estaba retrasando, y el público comenzaba a impacientarse. Miró a los ojos a Nursky y notó que estaba pálido, su responsabilidad era mayor, era checo.