Una gota de transpiración recorría lentamente su frente. Desde la primera fila podría haberse visto a la dócil gota deslizarse, los reflejos que encubría, las partículas que arrastraba en su íntima avalancha.
La Akademische Festouvertüre op. 80 de Johannes Brahms hacía que el escenario vibrara en un pequeño movimiento, Priebke sentía en los talones las ondas del sonido que sus oídos escuchaban y que sus manos ordenaban.
Ese invierno de 1943 fue muy crudo en la Europa central. Las temperaturas llegaron a 20 grados bajo cero. Esa noche en Berlín era dificultoso caminar por la calle, la nieve había tapado las veredas y los pisos estaban resbaladizos. Lleno ya sin más localidades, el teatro había sido colmado por el gran público, fiel devoto del romanticismo alemán.
Volker Priebke era director. Hacía más de cinco años que lo era. Conservar ese honor por tanto tiempo había sido muy difícil, el teatro nacional y el público eran cada vez más exigentes, la competencia crecía en el esplendoroso renacer de la cultura alemana. Sus indudables dotes artísticos impidieron su reemplazo, también su buena relación con los jerarcas del Ministerio.
El público esa noche estaba exaltado, la interpretación del primer movimiento había sido excelente, seca, con una soberbia precisión. Brahms, indudablemente, estaba vivo.
Imre Nursky era primer violinista, nacido en una localidad cercana a Praga, a los doce años había llegado a concertista por la insistencia de su padre, a los quince era el primer violín de la orquesta oficial de la capital checoslovaca –una de las más reconocidas en la Europa de fines de los veinte - , tiempo después fue requerido en Berlín. Además de un sonido impecable, la memoria de Nursky era de roca, dejaba a un lado las partituras después del tercer ensayo, un músico excepcional.
Al terminar el segundo movimiento algunos espectadores emocionados rompieron el protocolo y aplaudieron, hubo cierta tensión, los caballeros de las primeras filas susurraron de espaldas pidiendo silencio. Algunas toses se oyeron. Un plano de aire frío atravesó las gradas. Muchos miraron el palco número tres, donde la mayoría del gabinete nacional disfrutaba atento de aquella auténtica obra de arte.
Priebke miró a su espalda, al público primero y al palco oficial después. Tuvo unos segundos para secarse la transpiración mientras respiraba profundo. Rápidamente ordenó el comienzo de los vientos y las cuerdas. Todos callaron y volvieron su atención al escenario. El director movía sus manos afanosamente, de una lado para otro con una docilidad admirable, cada movimiento de su cuerpo resultaba en una nueva sonoridad, la incorporación de los timbales, de los bajos. Era perfecto.
El tercer movimiento fue magnífico. El violín de Nursky pudo destacarse en los casi dos minutos en que su sonido solitario llegaba hasta la bóveda del teatro y volvía deleitando al gran público. Pudo ver las caras de asentimiento desde el palco número tres, incluso le extrañó percibir cierta aceptación, a pesar de su origen.
Priebke bajó las manos súbitamente, el público estalló en aplausos otra vez. Todavía quedaba el último movimiento. Secó su frente con trabajo. Giró su rostro y miró nuevamente a las gradas. Un rumor creciente comenzó a circular cuando todos los asistentes giraron para observar la puerta principal, Priebke se quedó atónito: el propio Ministro de Cultura del Reich honraba la noche y se dirigía hacia su palco, a pocos metros del escenario. Sus piernas le temblaron, sintió que se le aflojaban. Se agachó y tomó un vaso de agua, el recomienzo se estaba retrasando, y el público comenzaba a impacientarse. Miró a los ojos a Nursky y notó que estaba pálido, su responsabilidad era mayor, era checo.
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